viernes, 20 de agosto de 2010

EL DÍA QUE CASI ME MUERO


Pero nadie se muere hasta que Dios lo quiere. Fue hace más de treinta años. Oye, que estás así, tan bien, y de repente, mira: ¡quien lo iba a decir! El jodido de él se murió sin decir una palabra a nadie. Pero bueno, no. Yo no llegué a tanto aunque cerca le anduvo. Verás, te cuento:

A la sazón vivíamos en Muñorrodero. Siempre dice mi mujer que los dieciséis años vividos allí, fueron los mejores de su vida. ¡Hombre claro, y los míos también! Como no iba a ser así, si teníamos entonces los mejores años del ser humano. En verano no perdíamos una fiesta desde Llanes a Torrelavega, y conocíamos todos los rincones de picoteo desde Unquera hasta la cuenca del Cares,y alargando el paso llegábamos a veces al llamado Valle Oscuro por Noriega y Santa Eulalia. En invierno reducíamos el campo de acción. Cenábamos angulas del Nansa en “Casa Tano” el de Luey, y costillas a la brasa en la Sidrería de la Franca. Pero como dice el cantar, hoy corre otro viento y vuelan otras moscas.

Cuando mis chavales estudiaban vivían con su madre en Santander, pues por razones de trabajo yo me tenía que quedar en “Muño”. Pasábamos juntos, eso si, los fines de semana. Los viernes iba yo a La Penilla y al regreso me pasaba por la “capi” a recogerlos. Como los lunes también iba, nos marchábamos todos juntos los domingos por la tarde que yo siempre aprovechaba para ver alguna película de estreno, dormía en Santander, y al día siguiente ellos a sus estudios y yo a mis quehaceres.

La cosa fue un domingo, y no recuerdo porqué razones aquél fin de semana no habían venido, excepto Álvaro, el mayor de los hijos. Se había terminado la recepción de leche de la mañana, y se acababan de marchar los obreros cuando sentí un leve mareo. Me volví a marear otra vez y otra, hasta que el mareo se hizo continuo. Las cosas parecían girar en torno mío, y como el mareo iba en aumento no me quedó otro remedio que sentarme por las buenas si no quería caer de bruces por las malas. Empecé a encontrarme tan mal y falto de fuerzas que como pude me acosté en la cama. Tan peor llegué a encontrarme que le dije a mi hijo que corriera a casa de nuestros amigos Pili y Bellín, y cuando al momento vinieron, mientras ella telefoneaba a mi mujer, él corrió a por un médico. (¡Bellín, que buena persona y que buen amigo, se fue de este mundo!)

Sentí que la vida se me iba. Empecé a notar un hormigueo intenso en la yema de los dedos tanto de los pies como de las manos, y a sentir correr ese hormigueo a través de mis venas. –Ahora, cuando llegue al corazón, me muero. -Estuve totalmente convencido de que iba a ser así, y lo primero que pensé, (creo que fue lo primero y lo único,) fue en la situación económica que podía quedar mi familia. Lo más curioso de esta experiencia fue que aunque me quedé sin fuerza alguna para mover un solo dedo, no perdí la capacidad de pensar y razonar, y lo más asombroso: no sentí ninguna angustia. Pensaba en todo con la tranquilidad del que piensa en un problema que le es ajeno. Junto con las fuerzas, desapareció también la capacidad de sufrimiento.

Cuando llegó el médico quise explicarle lo que sentía, pero no pude hablar. Quise hacer un gesto, y tampoco pude. En cambio los veía y escuchaba cuanto ellos hablaban. –No le encuentro la tensión. Corre a buscar esto a la farmacia, y según llegues le pones esta inyección. Si no reacciona, una ambulancia y corriendo a Valdecilla..- El médico, ¡que cabrón! Se fue dejándome así, y de responsables del resultado a mis amigos. Creo que no había terminado de entrar en mi cuerpo el líquido de la inyección cuando me senté en la cama con más vitalidad que nunca. Cuando llegó mi familia bromeamos todos juntos.

Pasaron como tres meses, y una tarde estando en San Vicente, volví a sentir los síntomas del mareo.-Vámonos a casa, que se repite lo del mareo.- Y fue así, solo que esta vez, en lugar de llamar al médico se llamó directamente a la ambulancia. Llegando a Torrelavega se fue pasando el mal, pero seguimos al hospital. Me miraron a conciencia en Valdecilla, me chequearon por todas partes y no me vieron nada. Pocos meses más tarde viajamos a Tenerife para pasar unos días con nuestros amigos. Le conté lo ocurrido a mi amigo que es cardiólogo, y me dijo: -Mañana, a la hora que te venga bien, pásate por la consulta.- Me llenó el cuerpo de cables y de brazaletes los brazos. Después de un cuarto de hora, me dijo simplemente: -Estás más sano que un pez. Para mi quisiera yo tu corazón, y con él todo lo que ayuda a vivir.

Fue un año más tarde cuando me dieron una explicación para mí convincente. Conocí en la cafetería de Corta en Unquera a Manolín, un chaval de Colombres joven y simpático que había hecho medicina y abierto consulta en el pueblo. Tomamos juntos muchas veces café, y un día le conté lo ocurrido. Me cogió por un brazo, y me dijo: -Ven conmigo. – Me llevó a su consulta, y me auscultó el pecho y la espalda. No necesitó más. -Fumas.-Me dijo. –Bastante.- Le contesté. Tienes que dejar el tabaco. Mira, cuando respiras escucho tus pulmones con el mismo ruido que hace un papel de celofán al empuñarle en la mano. Los tienes encharcados y cuando respiras no admiten el aire necesario para oxigenar tu sangre. Tus mareos son lipotimias que te dan por falta de oxígeno en la sangre.

Acertó. Al menos dejé de fumar, y se acabaron los mareos. Creo que el primero que me vuelva a dar me llevará al otro barrio porque ya no está el tabaco a quien echarle la culpa. Ah, por si te interesa, otro día contaré como dejé de fumar.


Jesús González González ©
19 agosto 2010

1 comentario:

Flor dijo...

Ni se te ocurra morirte
te queda mucho por escribir
y seguir contadonos esas cosas
que nos hacen sonreir.

Pues no estamos para duelos
Y queremos tu alegria
esa que nos regalas
con tu sutil ironia

Hazme un favor Jesús
y en ese viaje no tengas prisa
dejanos disfrutar contigo
y compartir tus sonrisas