miércoles, 18 de agosto de 2010

DRAMAS DE LA MISERIA

Los días de la miseria fueron antes de nuestra guerra, pero no muy lejos de ella. Pienso yo con mi cabeza, no de muy amplios alcances, que quizá ésta estalló a causa de tanto crecer las necesidades y el hambre. Porque el hambre que enflaquece a los hombres cuando nos pilla uno a uno, como comunidad nos engorda de rabia y de sed de justicia de tal modo que el pueblo en masa revienta.

Demasiado pequeño era yo para recordar cosas concretas de los días anteriores al disparo de cañones, aunque rastros de aquella miseria aún perduran en el disco duro del viejo ordenador de mi subconsciente: que en algunas casas del pueblo comiéramos cada cual en nuestro plato y no tuviéramos que meter todos la cuchara, algunas de madera, dentro de la única olla, era un lujo criticado por quienes no lo hacían así… No había otro postre que no fuera el tazón de leche, salvo los “días de incienso” en que a la leche se le añadía arroz con azúcar y canela. Los desayunos, borona y leche, y la cenas, leche y borona…

Le oí contar muchas veces a mi madre como cuando ella se criaba, en casa de unos parientes no muy lejanos, (en aquellos tiempos casi el pueblo entero era familia, que había una consanguinidad tan acentuada a causa de casarse unos primos con otros que no acierto a comprender muy bien como no salimos todos mucho más tontos de lo que somos, ) cenaban una sardina arenque para tres. Eran Fausto,Chuchi, Nel y Carmitu, la “chicuza” de todos ellos, y algún “hermanucu” más que como no llegaron a adultos; sus nombres quedaron enterrados y olvidados para siempre en aquellas minúsculas sepulturas cavadas en la arcilla húmeda y pegajosa del “Prau Redondu”, que es el nombre con que popularmente siempre se conoció al cementerio de mi pueblo.

Puestos en cuclillas sobre el fogón al calor de los tizones y no vistiendo más ropa que el “culero” y un justillo bajo el “babis” de percal, repartían los tres trozos de sardina disputándose a puñetazos la parte del medio que era la más sustanciosa…

En aquellos años y algunos antes, a los chavales de mi pueblo en cuanto les nacía el primer pelo debajo del brazo, les preparaba su madre, no sin harto dolor, un macuto donde además de dos calzones y dos camisas había pan y tocino, y los mandaban a conquistar el mundo trabajando de “chicucos” en Cádiz y Sevilla. Solucionaban de momento el apuro quitando de casa una boca, al tiempo que soñaban con verle algún día regresar convertido en “jándalo” a lomos de un caballo blanco y frenarle a la puerta de casa tirando de las bridas y diciéndole al bicho: “Zóooo… Zoberbio…”

Matías y Concesa eran los dos de Caviedes y se habían casado hacía un puñado de años. Concesa, (¡que nombre!,) era prima de mi madre. (Entonces a los nacidos de mi pueblo solían ponerles de nombre el del santo o santa del día en que nacieron, y ¡válgame Dios! si había rarezas en el santoral de entonces: A Efigenia, Anacleta, Rufina, Nemesia y Sergia, las conocí en persona, y la verdad es que no se llamaban así porque asustaran a la gente; tuvieron solamente la mala suerte de no tener un padrino que se negara a tal ignominia.) Matías y Concesa tuvieron una reata de críos uno tras otro con los nombres Ché, Tina, Matías, Ramona, Rosendo, Margarita y Nano, y ni la vaca que había en la cuadra daba tanta leche, ni los cuatro trozos de tierra tanto maíz como para alimentar tanta boca como había en la casa, y las que fueran llegando de una fábrica de hacer críos en plena producción.

Supongo los pros y los contras que se analizaron sobre el jergón de hojas secas de maíz en las noches largas y frías de invierno mientras los críos berreaban de hambre y frío en torno a ellos. ¡Cuantas dudas y angustias! Cuanto ¿Qué hago, mujer? Hasta que el hombre cansado de ver las caras llorosas sucias de tierra y de mocos, con las puertas de la esperanza cerradas a cal y canto decidió un día agarrarse al clavo ardiendo que un amigo le mostró, y con el más firme deseo de traer a casa pan en abundancia pidió a familiares y amigos lo que él no tenía para pagar un pasaje a Méjico.

Supongo también el abrazo interminable de Matías y Concesa. Supongo la extraña mezcla de las lágrimas silenciosas con los mocos infantiles, y el dolor de los corazones desgarrándose en los pechos el día de la partida.

Imagino en el puerto de Santander la chimenea humeante del vapor y la sirena del mismo atronando el muelle como con un lamento de despedida. Después, la paciente espera de la esposa que cuenta los días de soledad, después los meses….y ¡al fin el cartero con la primer noticia…! Pero, ¡que largos son los días, y que triste es la distancia!

Otra vez otra carta, y la tercera cuando el tiempo ya se contaba por años. Después el silencio más absoluto mientras los críos van creciendo con diviesos y diarreas, con granos y tosferina, y ampollas en los pies de pisar descalzos sapos por las noches…

Nunca más supo Concesa del hombre. Si vivía, si había muerto… ¿Rehízo su vida junto a otra mujer en América? Concesa murió sin otra noticia.

Uno de los hijos, Rosendo, se interesó por el padre y escribió a cuantas direcciones de organismos oficiales mejicanos llegaron a él, a cuantas asociaciones españolas supo de la ciudad de Méjico, y un día tuvo la enorme alegría de que le enviaron la dirección de aquél padre cuyo rostro ya no recordaba, y le escribió. Le pidió por favor respuesta jurándole que jamás él le preguntaría porqué se olvidó de ellos, y le ofreció si lo necesitaba sus brazos abiertos y casa donde vivir. Un par de tímidas repuestas del padre diciendo que estaba bien, que no necesitaba nada… La tercer carta que recibió fue de una monja de un asilo de desamparados en Méjico. Y la cuarta y la quinta también. Por la monja supo Rosendo que su padre fue uno de los muchos millones de perdedores, perdidos en el Nuevo Mondo, que nunca la suerte se apiadó de él, y como jamás tuvo un peso que mandar a los suyos hizo pactó de por vida con el silencio cruel. Contó la monja a Rosendo que cuando tuvo que amortajarle para ser enterrado guardaba junto a su pecho una foto de Concesa y las cartas de su hijo.

Jesús González González ©
17 Agosto 2010

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Vale moquear?, snif...más gentes dignas.Lns