Lo más curioso es que por mucho que trato de recordar, no encuentro la causa. Pero tengo el día triste. Es como un esbozo de angustia que me oprime entre el pecho y la garganta, sin saber muy bien precisar el lugar exacto. Es una sensación desagradable que me mueve a buscar el motivo para cortarlo de raíz, pero no logro encontrar el motivo. Lo que siento es como cuando sabes que sin querer has ofendido a una persona y no has logrado encontrarla de nuevo para disculparte con ella, o como cuando otro te menosprecia y nunca te pidió disculpas…
Y para ayuda de males, a pesar de estar recién estrenado el verano, el cielo se puso de color de plomo y con la pesadez del mismo bajó hasta descansar apoyado en los montes que tengo frente a la ventana del lugar desde donde escribo, como queriendo oprimir a los seres vivos que estamos bajo la bóveda gris que la naturaleza creó esta tarde.
La marea está a punto de completar la bajamar, y la Marisma de Rubín muestra todos los líquenes de un suelo fangoso pintado de ocres y verdes podridos. Allá abajo, cerca del punte, dos docenas de botes que ocultan en su vientre los remos que han de moverlos, flotan en el brazo de agua gris y sucia que se estrecha hacia arriba hasta quedar convertido en el minúsculo río Gandarillas. El resto de botes bajo los cuales el agua desapareció buscando el Cntábrico, apoyan la quilla en el fango salobre e inclinados hacia un lado dormitarán pacientes hasta que el regreso eterno y pujante de aguas nuevas y limpias los pongan a flote.
El gris celeste sigue descendiendo y aplanando el paisaje y va tragando lentamente los montes azules para descansar de nuevo sobre las lomas verdes de La Acebosa y La Revilla, y achica sin piedad las dimensiones de mis puntos de mira. El calor de ese sol veraniego que se adivina tras la densa capa de nubes empieza derretir el plomo y un vaho incoloro va difuminando el Castillo y la Iglesia. Hace bochorno y las hojas de los árboles de mi huerto toman el brillo de la humedad que se va condensado hasta convertirse en gotas de agua. Si yo no tuviera el espíritu deprimido diría que eran perlas lo que mis frutales derraman al suelo; pero hoy, sin saber el porqué, dejan de parecerme perlas y no acierto más que a verlas como lágrimas que se escapan del llanto de mis árboles…
Se ha convertido en tristeza la tarde. Se acentúa la niebla hasta dejar de ser microscópicas las gotas que todo lo mojan, y noto al ambiente hundiéndome el ánimo. Crece el bochorno, y siento necesidad de que el cielo se rompa con el estallido de una tormenta de verano. Deseo ver rasgar una chispa en el aire y escuchar el ensordecedor cañonazo del trueno azotando su eco sobre las negras masas de nubes. Quiero que caigan goterones gruesos como abalorios de cristal roca, y correr yo a la calle para recibirlos sobre mi cuerpo con los brazos extendidos y la cara puesta al cielo.
Un lavado que la madre natura hiciera a mi cuerpo sería como una bocanada de paz y sosiego a mi alma. Pero la tormenta no llega y las nubes comienzan a distenderse para desvanecer mi anhelo. La angustia que me oprime el pecho estrecha el lazo que me asfixia, y de repente pienso si no será ese el primer síntoma de la enfermedad de la época que me ha tocado vivir: la depresión. Pero no, la depresión es enfermedad de mujeres, y… ¡creo que de hombres también! Es una tontería lo que estoy pensando, pero por si acaso lo mejor que puedo hacer es declararle cuanto antes la guerra a esta tristeza que no me gusta.
Arriba, en la iglesia, comienza a las siete de la tarde el XLIII Certamen de la Canción Marinera que no debo perderme. A falta de los goterones del cielo me conformo con los finos y violentos de mi ducha que dejo resbalar sobre mí sin medir ni contar el tiempo. El silencio casi monacal de la iglesia, roto tímidamente por las pisadas cautelosas de la gente que va llegando y el susurro de los saludos a menos de media voz, me relaja el espíritu. Justo a dos pasos de mi está la mesa del jurado y tengo la ocasión de saludar al compositor de la canción obligada, el señor Galindo amigo de todos los barquereños y tan ligado al Certamen, que imposible hablar del uno sin poder deja de pensar en el otro. Empieza la actuación de las seis corales seleccionadas, y cuando al finalizar todo el mundo corre para ver el partido de la selección de España contra Paraguay, descubro que, (ya me había olvidado de ello), la tristeza que me hizo escribir esto que lees, había desaparecido.
Jesús González González ©
Julio 2010
Y para ayuda de males, a pesar de estar recién estrenado el verano, el cielo se puso de color de plomo y con la pesadez del mismo bajó hasta descansar apoyado en los montes que tengo frente a la ventana del lugar desde donde escribo, como queriendo oprimir a los seres vivos que estamos bajo la bóveda gris que la naturaleza creó esta tarde.
La marea está a punto de completar la bajamar, y la Marisma de Rubín muestra todos los líquenes de un suelo fangoso pintado de ocres y verdes podridos. Allá abajo, cerca del punte, dos docenas de botes que ocultan en su vientre los remos que han de moverlos, flotan en el brazo de agua gris y sucia que se estrecha hacia arriba hasta quedar convertido en el minúsculo río Gandarillas. El resto de botes bajo los cuales el agua desapareció buscando el Cntábrico, apoyan la quilla en el fango salobre e inclinados hacia un lado dormitarán pacientes hasta que el regreso eterno y pujante de aguas nuevas y limpias los pongan a flote.
El gris celeste sigue descendiendo y aplanando el paisaje y va tragando lentamente los montes azules para descansar de nuevo sobre las lomas verdes de La Acebosa y La Revilla, y achica sin piedad las dimensiones de mis puntos de mira. El calor de ese sol veraniego que se adivina tras la densa capa de nubes empieza derretir el plomo y un vaho incoloro va difuminando el Castillo y la Iglesia. Hace bochorno y las hojas de los árboles de mi huerto toman el brillo de la humedad que se va condensado hasta convertirse en gotas de agua. Si yo no tuviera el espíritu deprimido diría que eran perlas lo que mis frutales derraman al suelo; pero hoy, sin saber el porqué, dejan de parecerme perlas y no acierto más que a verlas como lágrimas que se escapan del llanto de mis árboles…
Se ha convertido en tristeza la tarde. Se acentúa la niebla hasta dejar de ser microscópicas las gotas que todo lo mojan, y noto al ambiente hundiéndome el ánimo. Crece el bochorno, y siento necesidad de que el cielo se rompa con el estallido de una tormenta de verano. Deseo ver rasgar una chispa en el aire y escuchar el ensordecedor cañonazo del trueno azotando su eco sobre las negras masas de nubes. Quiero que caigan goterones gruesos como abalorios de cristal roca, y correr yo a la calle para recibirlos sobre mi cuerpo con los brazos extendidos y la cara puesta al cielo.
Un lavado que la madre natura hiciera a mi cuerpo sería como una bocanada de paz y sosiego a mi alma. Pero la tormenta no llega y las nubes comienzan a distenderse para desvanecer mi anhelo. La angustia que me oprime el pecho estrecha el lazo que me asfixia, y de repente pienso si no será ese el primer síntoma de la enfermedad de la época que me ha tocado vivir: la depresión. Pero no, la depresión es enfermedad de mujeres, y… ¡creo que de hombres también! Es una tontería lo que estoy pensando, pero por si acaso lo mejor que puedo hacer es declararle cuanto antes la guerra a esta tristeza que no me gusta.
Arriba, en la iglesia, comienza a las siete de la tarde el XLIII Certamen de la Canción Marinera que no debo perderme. A falta de los goterones del cielo me conformo con los finos y violentos de mi ducha que dejo resbalar sobre mí sin medir ni contar el tiempo. El silencio casi monacal de la iglesia, roto tímidamente por las pisadas cautelosas de la gente que va llegando y el susurro de los saludos a menos de media voz, me relaja el espíritu. Justo a dos pasos de mi está la mesa del jurado y tengo la ocasión de saludar al compositor de la canción obligada, el señor Galindo amigo de todos los barquereños y tan ligado al Certamen, que imposible hablar del uno sin poder deja de pensar en el otro. Empieza la actuación de las seis corales seleccionadas, y cuando al finalizar todo el mundo corre para ver el partido de la selección de España contra Paraguay, descubro que, (ya me había olvidado de ello), la tristeza que me hizo escribir esto que lees, había desaparecido.
Jesús González González ©
Julio 2010
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