jueves, 29 de julio de 2010

MORAS, PLÁTANOS Y AVELLANAS

Al término de un buen rato de conversación, tomé uno de mis paseos obligados de cada día. Orienté mis pasos en dirección a las playas, pero sin darme ni cuenta, mientras miraba los muros del Convento que en algunos lugares supera los cinco metros, seguí la senda del antiguo camino de La Acebosa.

La tarde daba sosiego, días que ya son un poquito más cortos, el sol quedaba tapado por la zona de la arboleda, escondido, pero su claridad permanecía. Parece un contrasentido, estos parajes a la orilla oeste logran esa percepción. Ante esta especie de ocaso forzado, comencé lo que creí sería un paseo corto.

Mientras caminaba el trecho por la zona vial hasta el entorno aislado, vi ramilletes de adelfas en las orillas realmente bonitos, parecen nacer espontáneamente por el traslado de algunas aves, pero es demasiada coincidencia que estén todas orillando, cerca de las curvas, rotondas o recodos; sé de su toxicidad. De color fuerte, de alegre rosa, casi metálico o fucsia, aroma penetrante, plagadas de sus tallos y hojas verdes, con la altura de una persona de talla media, sobresaliendo de entre las altas hierbas en la vegetación tupida e incluso agreste, pues este verano es el más primaveral de lo que mi memoria puede recordar.

Dejé la acera del enlace con la autovía, entrando en la parte del camino, hoy casi abandonado, que da al servicio de una vivienda, fincas y una pequeña empresa de forja con trabajos en hierro y metal. La altura de los plátanos es impresionante, así como el grosor que han alcanzado sus troncos, por algunos trepan enredaderas; tienen ahora colgadas sus semillas con esa forma de pequeños pompones, ramilletes de hasta tres bolitas, parecen miniaturas de adornos navideños monocolor, en verde opaco y ásperas. Las orillas con grandes melenas de zarzales, hierbas larguísimas, brotes de arbustos y así mismo, de las especies arbóreas que se agigantan al cielo en este pasaje.

Han puesto acertadamente en la curva una fuente y dos bancos, con incipientes arbolillos que conseguirán dar la sombra necesaria. Todo este trayecto con menos utilidad ahora, fue limitado con una extensa acera para los paseantes, pues dejaron una única dirección para la circulación rodada. Tenían unos pequeños postes defensivos en madera, pero no se por qué razón están arrancados de cuajo en su mayoría. Parece que un duende gigante les hubiera dado acertados bocados, como si fueran trocitos de melón arrancados de su cáscara, quedando desgajados.

Protegido el paseo con encinas extendidas y frondosas, pinos igualmente formidables, con la flora dando un aspecto natural en un entorno a un paso de la población. Da la sensación de ser el pulmón verde necesario en las ciudades. El remanso de la ría topando con la tierra en esa curvatura y sus piedras de protección, subiendo la marea, parece un jardín inmenso, arropado por el silencio ajeno a la vida moderna, apagados los ruidos con el movimiento incesante de las ramas y hojas, producidas por la brisa del este, aislando por completo.

Salí de ese lugar irrepetible, me llenó la vista un prado lejano en pendiente totalmente segado, redondeado y con las marcas de la segadora aún; en su alto un solitario tronco con ramas desnudas, una naturaleza muerta sin adornos, liso el suelo y campando por si solo, muerto sí, pero reinando y respetado por el hombre, su sencillez despojada de todo vestido, daba la sensación de ser epitafio de si mismo, “Aquí residí y ahora muerto, sigo aquí”.

Alcancé el camino hasta el otro reducto, este más grande y con el pequeño puente del Arna, cruzando el minimizado delta del arroyo El Ramonillo, pues allí deja sus aguas a la ría. Desde luego que la marea alta es un natural espejo brillante y tornasolado, consigue que el verdor de las orillas se manifieste con fuerza, reclama detalles que pasan inadvertidos a marea baja, contiene el fresco necesario en los días calurosos, convierte el paseo en pacifica estela de mansas corrientes y paz.

De nuevo en la entrada los árboles que limitan el antiguo camino, hermoseando cada tramo, rematado con orillas sin segar, que se abalanzan sobre ese pasaje granate peatonal. Los pastos descansan de ser pacidos por las vacas, retoman la necesidad de revivir y crecer; las cunetas casi saturadas de hierbajos, con humedad de la lluvia y del sombreado suelo, los restos de pequeñas ramas y hojas, convertidas al descomponerse en abono natural y la tierra que se acumula casi atascando, les alimentan aún más creciendo sobre ellas mucha vegetación.

Los manzanos y perales, están comidos por el verde, animalillos en juegos de cachorros, pisando y moviendo a su paso en carreras por el prado, da la impresión que el viento ha tumbado pequeños ramales. Asoman inquietos sus cabecitas cuando se sorprendían con el ruido leve de mis pasos.

Aromas de las recientes siegas, a agua de mar, higueras en el atardecer o simplemente olor a nada, puro. Los falsos tréboles con hojas en forma de corazones, plegados sobre si mismos, simétricos, calcados, se cierran al atardecer. Parece tener cada plantita, tres mariposas verdes en reposo apoyadas en el leve tallo, con suaves movimientos al paso del aire. Vi otros tréboles de hoja alargada, estrecha y sin forma.

Al otro lado está el agua en su lento llenar de ese tramo adornado naturalmente, desde las zarzamoras, con las moras ya formadas, en color salmón, hermosas y de grano gordo –no pude reprimir probar, al momento sentí en la boca una acidez casi agradable, mezclado con la sequedad producida por el casi leñoso e inmaduro fruto, se llenó mi mente de recuerdos sabrosos-, abundantes, enmarañadas entre sus pinchos defensivos, una ingente cantidad quedando patente entre todos los demás arbustos, reinando casi. Las más cercanas están a la izquierda, en los extremos del pequeño puente de piedra.

Decidí adentrarme en el abandonado camino hacía Abaño, convertido hoy en un alargado recorrido natural, cuatro bancos y papeleras en madera, sombreado siempre, entre salces, encinas, cajigas, multitud de plantas o broza, de nombres que olvidé, enredaderas comunes, escajos, brezos, algunos “rabos de zorra” o cola de caballo, de pelos ralos en forma de alargado cilindro, espárragos silvestres y helechos. Todos sitos en el final de pendientes de los pequeños montículos de alrededor, con piedras inmensas que hacen juego con la grandeza y espesor de la arboleda.

Diversos insectos como los “saltapraos”, ciervos volantes machos, negros, brillantes, rígidos, con casi 5 centímetros de cuerpo y cerca de dos en sus pinzas, estas les distinguen de las hembras. Cuando vuelan producen un sordo ruido, las alas son duras y eso podría afectar al también peculiar lento vuelo, comen madera muerta de roble, al quedar pocos, su número decae. Arañas desplegando las redes que cazan los insectos, algunos hilos dejados al azar para que se peguen en algún otro sitio, ayudados por el viento y que tropiezo al caminar, pegajosas e invisibles.

Lagartijas de tonos tierra y matices de verde oscuro, arañones de agua, caminan sin hundirse en algunos remansos, escarabajos pequeñitos. Adivino entre los ruidos de esa maleza, algún mamífero, puede ser un tasugo en traslado hacia alguna huerta, donde con sus cuevas destrozan los sembrados en busca de las lombrices, insectos o los frutos tiernos de los cultivos. Quizá sean salamandras cercanas a estos regatos, alamones o sapos.

Me extrañó la falta de aves, quizá era la hora de recogerse. Eso ayudaba al silencio que se cernía por todo el lugar.

Los avellanos abundan en la misma rivera del seno natural, resguardándose unos a otros, con maleza por todos lados, la inclinación hacia el agua, amontonados, con las piedras amuradas y lisas que los protegen, nadie subirá por ellas. Están plenos de los nacientes frutos, algunas mas favorecidas y grandes; clarean también por la parte del agua los brotes en racimitos, estos arbustos a rebosar de ramas, hojas, verdores en mil tonalidades, pareces estar parada ante la mejor foto, quietos, amparados del viento, el reflejo en la calma de lo que parece una piscina natural. Puro ensueño, pero aseguro que es real.

Recogí una de las avellanas más crecidas, envuelta en su capa pegada y verde, que se abre cual si fuera un envuelto y adornado regalo. Utilicé mis dientes para partirla pero con cuidado, más que nada porque el puente dental –quizá ya acueducto, según el optimismo de la definición, no perezca-, aprecié su dureza, luego tiene una adecuada maduración, su centro tiene como un pequeño corazón, está acolchado desde ella hasta la corteza, de manera que ese fruto recién nacido sea llevado a crecer sin deterioro. Rocé también ese sabor en verde, lechoso y mezclado con la parte externa, escalofríos inmediatos, el recorrido desde las papilas gustativas al cerebro, se traslada a una velocidad increíble.

Respiro hondo, retiro las telas de araña de mi cabeza, dejo las cachavas de la incomodidad y el cansancio, pues pasé unos días realmente agobiados, me pesaban hasta los pensamientos, ha llegado el final de todo ese malestar, feliz, relajada. Justo para valorar esta naturaleza que se ha aumentando en pocos años, dejando rincones de tranquilidad, paseos sin aglomeraciones, frescos en verano y cubiertos en invierno, una zona tan cercana como casi desconocida.

Otro lugar a salvar, a disfrutar, a vivir. Nos merecemos tenerlo.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
28 de julio de 2010

1 comentario:

Anónimo dijo...

*Si, se merecen tener ese remanso, y nosotros, disfrutar de él, a traves de tu manera tan propia de relatar.

Me queda la fragancia propia del lugar, la quietud, y el relajo de haber paseado por tan lindo lugar a traves de tus siempre bienvenidas letras.


Gracias!

Verónica