sábado, 12 de junio de 2010

APIO

No lo puedo remediar, tengo espíritu de campesino. Bueno, no solo es que no puedo, sino que tampoco quiero remediarlo, pues quien a los suyos se parece, honra merece. Por otra parte, ¿es que hay procedencia más bonita que la del campo? Vamos hombre, no digas tonterías….Que no, que no me hubiera gustado ser de ciudad, que los de ciudad, para conocerla, tienen que estudiar la naturaleza, y los de pueblo la mamamos.(La naturaleza se entiende, que los chistes facilones no tienen gracia.)

El huerto para mi es media vida. Sembrar, plantar, y ver crecer, relajan el espíritu de tal forma que al instante te olvidas del trabajo que te dio, te olvidas de las tristes noticias del periódico de cada día, y hasta de la mala leche que tienen más de cuatro paisanos de esos que nos encontramos por la vida.

Después mimas las plantas como seres vivos que son, y las libras de sus depredadores como caracoles y babosas, y de las malas hierbas que como compañeras envidiosas pululan en su entorno tratando de robarles brillantez y hasta la vida si a mano viene.

También me gustan los árboles, todos los árboles. Contemplo con admiración los gigantes de nuestra tierra porque desde niño conocí la frondosidad del Monte Corona y jugué muchas tardes de viento sur en otoño bajo las copas cimbreantes de robles centenarios y altísimas hayas de troncos lisos y grises, y pisé con otros niños los erizos caídos de gruesos y retorcidos castaños para sacar de ellos el fruto marrón y dulzón que luego asábamos en aquellas concurridas magostas de las que los niños de hoy desconocen hasta el significado de su nombre. Y me gustan para el huerto los frutales, árboles de tipo medio los manzanos y de menor envergadura el resto, como perales, ciruelos y sobre todo piescales autóctonos de corta vida pero de fruto exquisito y tremendamente perfumado, desconocido hasta en las fruterías de más postín porque la delicadeza de su carne y lo efímero de su vida hace imposible la comercialización. Y esto que digo trae a mi mente por aquello de ser desconocido para el gran público también, el sabor único y delicioso de las maétas de mi niñez. Maétas les llamábamos en Valdáliga, que el nombre, como todos los nombres locales, cambiaba según los lugares, pero que no eran otra cosa que diminutas fresas silvestres de un tamaño no mayor que un garbanzo, y que supongo aún podrán encontrarse en algún rincón de nuestros bosques.

Pero volviendo al huerto, además de todo tipo de hortaliza, también me gusta plantar hierbas aromáticas, porque me gusta el sabor de las hierbas y el de las especias. Para mí, el complemento de un buen caldo es el APIO. Se que la mayoría de quien lean esto del caldo sonreirán con benevolencia, pero a cada gorrín le llega su sanmartín; que antaño a mí tampoco me importaba el caldo, y a ti, amigo, ya te importará, porque si cambiamos de ideas políticas y de deportistas favoritos, con los años hasta del placer del paladar se suele cambiar.

Además de su aroma en el caldo, me encanta el tronco triscón y crujiente de apio con su sabor acre y ligeramente amargo en las ensaladas de lechuga y cebolla. Por otro lado resulta que tiene un sinfín de propiedades buenas para el organismo. Es altamente diurético por lo que con él meamos que da gusto y eliminamos del cuerpo agua y sodio ayudando a mantener la figura a quienes de por sí, ya la tengan bien formada, que tampoco es que sea la Virgen de Fátima para pedirle milagros. Es bueno para el colesterol, el ácido úrico, y para el reuma. ¿Hay quien de me más por menos dinero?

¡Pues mirad qué contrariedad! Sin saber como ni en que momento, me encontré sin apio en el huerto, y me he llevado meses buscando plantas jóvenes por todos los mercados de la provincia, sin resultado alguno. Quiso el destino que lo encontrara en Figueras, en un mercado a la sombra del museo de Dalí, lo compré y cargué con ello varias horas soportando la tomadura de pelo de mis amigos hasta que lo dejé olvidado sobre un muro al brindarme a hacerles una foto a una pareja de jovencitos que se esforzaba por retratarse así mismos con la vivienda del pintor al fondo en el pueblo de Cadaqués. Lógico, con el olvido, la tomadura de pelo se multiplicó por cuatro.

De nuevo en casa, abro el correo electrónico hace dos días y ¡grata noticia! Flor, esa hormiguita amiga y laboriosa compañera del Taller de Escritura, me dice que pase por la biblioteca a recoger unas plantas de apio que dejó allí para mí. ¡Preciosas! ¡Vigorosas! ¡Aromáticas…!¿Sabes querida poetisa que esos pequeños detalles tan únicos y tan tuyos son los que de verdad hacen la vida agradable? Gracias por el apio, Flor. Pero gracias sobre todo por se así como tu eres, por ir sembrando por donde pasas calladas atenciones con cuantos tienen la suerte de encontrarte en su camino.

Jesús González González ©
Junio 2010

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que rico saborear la ensalada de tus letras, con ese refrescante apio, que le ha dado mas sabor y textura a apetitoso tentempié, que hoy has dejado.

Un placer devorar tus letras
Abrazos

Flor dijo...

Para mi esos pequeños detalles de la vida,son el cariño con que tu me los agradeces,y que sepas que he llorado al leer tu relato,pocas veces la gente te dice cosas tan bonitas a cambio de tan poco,que sepas que estoy encantada de haberte conocido y para ti siempre tendre un lugar especial junto a mis sentimientos,besitos