viernes, 26 de marzo de 2010

LA FOTO

La he encontrado casi sin querer. Estaba colocando unos libros y apareció, un poco sepia ya, pero en perfecto estado. De tamaño 15 por 10 cts. Sí, aquellas que estaban cortadas en dientecitos, ese borde era blanco y aparecía como un marco al ras de la fotografía, sin relieve. La fecha era del año mil novecientos sesenta y pico, no se distingue más, septiembre, del veinte para arriba, la tinta está borrosa.

De nuevo ante mis ojos mi abuelo, casi no tengo recuerdo vivo de él. Estaba apoyado en una silla, con ese aspecto serio de siempre. Su nariz grande hacia sombra en su cara, unas cejas pobladas y casi canas, con el flequillo apenas asomando de lado bajo aquella boina negra que llevaba. Por un lado casi se apoyaba en su oreja izquierda y por el otro, dejaba ver abundante su pelo cano y liso, con algunos cabellos arrubiados de su juventud. Era alto y con un contorno de hombros y tórax tremendo, mi hermano lo heredó y cuando tenía reconocimientos médicos para el trabajo, siempre resaltaban estas dimensiones físicas, de naturaleza fuerte, sana.

Su ropa oscura, pues el color no se trasluce en aquellas antiguas fotos, la camisa con los cuellos duros semiabierta, de cuadros pequeños, la chaqueta de tela recia y bien planchada, seguramente de hilo de lana. Llevaba un pañuelo almidonado y saliendo en al menos cuatro o cinco picos, colocados de manera que luciera en aquel bolsillo a la siniestra de la parte de arriba. Sus pantalones con raya marcada y sus grandes zapatos, estos como siempre se encontraban abiertos, metidos en sus pies en forma de uve exagerada.

Mi abuela a su derecha ejerciendo de cachava del abuelo, pues en esa instantánea estaba escondida. Lucía un vestido de flores pequeñitas, la claridad del iris se apreciaba en esa foto a pesar de las gafas, bajita y algo gordita, una sonrisa y el brillo en general del semblante, emanaba el carácter alegre y cariñoso que poseía. Sus zapatos cómodos, negros y un reloj eterno, portaba unos pendientes de aro finos y con bastante dimensión. Siempre me dijo que si moría serían para mí, eso me angustiaba, yo no quería esos pendientes para nada, ella siempre viviría.

El pelo rizado y canoso en parte, era la abuela más guapa del mundo, la más buena, la que mejor cocinaba los flanes sin azúcar, la que me cubría para no ser castigada. Hasta los animales domésticos eran los mejores de aquella zona, no sé que les hacía o que les decía, que estaban hermosos y lozanos. Sus flores poseían los mejores colores de las jardineras y macetas del pueblo y yo creía que del extranjero también. Y la higuera, los manzanos, los ciruelos y las peras. A los bichos “masajes de papu” y los vegetales le ponía el detritus de los primeros, que como ya venían de buena manera, con extenderlos por encima, cavar y regar era suficiente. Era perfecta. Era la mejor. Cuanto nos resguardó en circunstancias que supimos con el tiempo. Claro, el destino provee de todo en la vida, compensa, equilibra y arropa otros desnudos.

La abuela era especialista en hacer aquellas virguerías del doblado de moqueros y servilletas. Recuerdo cuando cogí unas tijeras y me acomodé sentada en aquella pequeña silla de mimbre. Cogí del cajón las 24 telas de lino, tenían una preciosa vainica doble, separaban el dobladillo y adornaban aquellos bordados segovianos rojos y negros. Me puse de inmediato a mi labor y pronto recorté cada una de ellas. Las dejé mondas y lirondas, chatas y empobrecidas. Satisfecha de mi trabajo se las enseñé a mis abuelos. Ella me miraba desde los brillantes cristales de sus gafas, con aquel azul gris de sus ojos, entre disgustada y casi a punto de reír, me dijo pasando los años que ya que estaba el mal ejecutado, le encantó mi cara de alegría pensando que era ensalzable mi trabajo de toda aquella tarde, que me la pase sacrificada sin salir a jugar con los amigos, para esa faena de convertir aquellos hilos en terminaciones sin bultos ni picos. Como los pañuelos del abuelo. Más fáciles de planchar para ella, que siempre se quejaba de que ese pliegue estaba abultado.

Él, sin embargo, no disimuló el descontento y desde la rectitud de su personalidad fuerte, con una voz más enérgica y grave de lo habitual me dijo: ¡Niña!, ¿qué insensatez ha hecho usted?, señora, la culpable eres tú que malcrías a estos jovencitos mentecatos. Casi me tengo que ir al baño del susto.

Supe pasando los años que ambos estuvieron riéndose gran parte de la noche. Pienso que a mi abuelo le tocó la parte del educador fuerte y a la abuela el de transigente, eran buenos ambos para nosotros.

A pesar de lo que parecía, mi abuelo nunca importunó en decisiones que tomaba la abuela, su aspecto serio solamente era externo y también en aquella época correspondía al varón semejante postura, nada más. Otros datos serían negativos, eso es lo normal, pero me quedo como siempre con la parte positiva de ese momento.

Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la barquera
14 de marzo de 2010

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