domingo, 7 de febrero de 2010

SEIS DÍAS EN MADRID

El motivo del viaje no fue otro que hacer un cocido montañés en casa de unos familiares, y hasta de Valencia llegó alguno para sentarse a la mesa. El cocido salió bueno, muy bueno; tanto que los valencianos se llevaron parte de lo sobrante para que otros que se quedaron allá, pudieran gustar las delicias de Cantabria.

Mientras mi mujer contemplaba escaparates a su aire, yo pateé Madrid al mío. Volví a visitar alguno de los lugares más emblemáticos, porque para mí siempre es agradable hacerlo, pero lo que hice de especial, y por ello lo refiero, es que dediqué prácticamente un día entero a recorrer el Madrid subterráneo, pues Madrid entre metro, pasadizos para vehículos, cloacas, y las últimas comunicaciones bajo tierra que ha hecho Gallardón, creo que está suspendido sobre unos cuantos pilares.

Tomé el metro en La Puerta de Toledo, e imitando el vivir de los topos tardé más de tres horas en volver a ver la luz del día. Pisé infinidad de andenes y recorrí cuantas estaciones me apeteció, y mientras lo hacía tomé conciencia de algo que todo el mundo sabe, de algo que yo sabía muy bien, pero que hasta ese día no me detuve a pensar en ello: Media población de Madrid está bajo tierra durante la mayor parte de las horas del día. Los trenes metropolitanos iban abarrotados de gente, pero además en muchos pasadizos hay tiendas y tenderetes donde la gente trabaja, orquestas que tocan, cantantes que se esfuerzan en hacerlo bien, y hasta un par de jovencísimas muchachas que a mi se me antojaron dos virtuosas del violín, esperaban todos y cada uno de ellos el óbolo del transeúnte.

Como me gusta mirar a la gente, durante mis subidas y bajadas de los trenes pude ver y calcular que como mínimo el sesenta por ciento eran extranjeros: Los más con rasgos indios, de raza cobriza, como estudiábamos de críos en las escuelas. Es posible que en Madrid haya más asiáticos que negros, pero en el metro se veían más negros, y no es que por ser negros se vieran mejor. Es que, sin duda, los amarillos estaban todos dentro de los cientos o quien sabe si miles de tiendas que tienen en Madrid. Siempre me recuerdo de que cuando era niño los curas y los maestros nos mandaban guardar todos los sellos usados para ellos, para los pobres chinitos que ahora nos invaden y nos venden esas miles de porquerías que fabrican y no valen para nada, pero que como son baratas las compramos.

Quizás el porcentaje de extranjeros que viajaban en el metro esté mal calculado y sea mucho mayor, porque, aunque es fácil distinguir por sus rasgos a los africanos blancos de los países del Magreb, es difícil, por no decir imposible, distinguir a las gentes de los países del este europeo que por muy europeos que sean, también son extranjeros.

Otra cosa que aprendí bajo el suelo de Madrid es que los españoles somos poco solidarios. Dicho de otro modo, que los extranjeros, al menos los desharrapados, lo son más. A quienes tocaban algún instrumento dentro de los vagones, sólo a indios y orientales vi darles monedas. Esto lo confirmé más tarde en la Plaza Mayor: Junto a mimos y malabaristas había un pintor que hacía miniaturas sobre cristal. Tenía como docena y media expuestas en el suelo con un cartel que decía: “Precio, la voluntad”. Se acercaron los guardias municipales y como no tenía permiso le mandaron marchar de allí. Éramos muchos los que le rodeábamos porque era curioso ver la velocidad con que pintaba, pero sólo fueron los míseros inmigrantes los que mientras recogía sus bártulos le compraron todas las miniaturas, y nadie le dio menos de cinco euros. Sentí vergüenza de no comprar, pero me la aguanté y no compré. Somos así, lo sabemos, y ni por saberlo cambiamos. Al menos, así soy yo.

Jesús González González ©
Febrero 2010

1 comentario:

Anónimo dijo...

Siempre se viven tus historias, gracias x ello.
Besos
V