jueves, 11 de febrero de 2010

ENTRE BURGOS Y MADRID

No conozco muchas estaciones de autobuses, pero de las que conozco, la de Burgos es la más fea. (Pienso que más que la de San Vicente.) Es redonda como una plaza de toros, pero mucho más chica, y sin arena ni toros. Tiene el techo cubierto, y me da la impresión de que en verano sus ocupantes han de sentir la sensación de estar cociéndose dentro de una olla a presión.

Bueno, ese fue mi primer pensamiento al llegar, pero inmediatamente mi observación fue captada por un tipo raro, pegado mediante su oreja a un teléfono móvil, y desde ese momento me fue imposible separar de él la mirada. El tipo era raro, ¡pero raro de verdad!. Tendría sesenta años escasos y era más bien tirando a bajo. Moreno de pelo y piel, con gafas diminutas y bigotillo estrecho como una fila de hormigas. Pero lo realmente llamativo de aquel tipo, eran su sombrero y su capa española de paño negro con esclavina, que de inmediato me hicieron preguntarme a mi mismo, qué coño podía hacer un teléfono móvil a mitad del camino entre un sombrero y una capa como aquellos!.

El autobús paró allí media hora para darnos tiempo a comer en la cantina un bocata pasable, pero tirando a malo, y un café con leche más feo aún que la estación, y mientras ingería aquellas cosas raras yo miraba a través del cristal al hombre raro que se paseaba entre los autobuses parados con el móvil pegado a la oreja. Cuando salí al patio me di de bruces con él y observé que adornaba la pechera de su capa un enorme alfiler de cabeza grande y redonda en plata repujada, y el meñique de su mano izquierda con un sello descomunal.

Llegó el momento de partir, subimos al autobús, y lo que son las cosas, el azar quiso el hombre raro subiera tras de mí con su teléfono pegado aún a la oreja, y ocupara plaza justo delante de mi asiento. Para entonces ya estaba yo convencido de que el individuo era un pirao, porque me resultaba imposible que un ser normal mantuviera un teléfono en la oreja más de una hora. Le cerró para quitarse el sombrero y luego la capa que colocó en el portaequipajes, y como antes de sentarse miró hacia atrás, nuestras miradas se encontraron y nos dimos las buenas tardes. Después volvió a marcar nuevo número, y cuando le pareció bien marcó otro distinto, y yo me dije que hablaba sólo, porque decía cosas de perros de pura raza, y con otro habló de caballos de raza, aún mas pura que la de los perros. Habíamos salio ya de la ciudad cuando guardó el teléfono, y se volvió para preguntarme a que hora llegaríamos a Madrid.

Creo que lo que menos le importaba era la hora de llegada a Madrid; lo que el de la capa quería era palique. ¡Que parlatorio tenía el tío! Aquello fue empezar y no acabar. Habla, habla y habla… Supe que era abogado y que venía de defender a un cliente en un juicio. Que su especialidad era la grafología con lo que detectaba la falsificación de firmas en los documentos, y esto me lo demostró enseñándome todo un maletín de papelorios llenos de firmas con correcciones en rojo, que continuaba viaje hasta Granada que era donde residía, y que tenía una finca donde criaba caballos y cochinos con la ayuda de una familia que vivía en una casa dentro de su finca…

Pero como a mi me interesaba más su extraña indumentaria que su vida, le hice alusión a la capa, y me dijo que era una tradición familiar, que la llevó su abuelo, su padre, y ahora él. Le pregunté por el alfiler y me informó que era pura artesanía charra, y heredado de su abuelo, un noble salmantino. Y mientras me lo explicaba, abrió otra cremallera de su maletín de cuero negro como el sombrero y la capa, y sacó un envoltorio. En tanto lo abría, me dijo: “Ahora va probar usted cosa buena. ¡Casi ná! ¡Jamón de mis cochinos!” Y yo, “que muchas gracias, pero que no” Y él “que pruebe usted, por favor, para que sepa lo que es cosa buena” Al final probé la cosa buena que a mi no me pareció tan buena, y después le pregunté por el mazacote de plata que colgaba de su meñique. Se le quitó del dedo, y menos mal que le puso suavemente sobre mi mano, que si me le lanza, me mata. “Es el escudo de mi familia. Era de mi abuelo” “Entonces, su abuelo tenía algún título?” “Marqués de Los Arenales. Ahora el título le tiene mi madre, y yo soy el mayor de sus tres hijos. Pero ella puede dejarle a quien quiera de los tres, que para eso es suyo. A mi no me interesa mucho. Además, si no me le deja, me ahorro los treinta mil euros que tendría que pagar a Hacienda como transmisión de patrimonio.”

Llegando a Madrid se colocó la capa con un gesto torero, y luego el sombrero. Me dio la mano diciendo que fue un placer conocerme, y yo le agradecí el haberme hecho el camino entretenido. Nos apeamos bajo tierra en otra estación muy fea, con andenes a distintas alturas y un trasiego inmenso de maletas y viajeros. ¿Por qué han de ser tan feas todas las estaciones de autobuses que conozco?

Jesús González González ©
Febrero 2010

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Nuestra estación de autobuses si es tan fea como fría, palabra que lo es un rato. Parece especial para lugares de calor y hasta tropicales. Lo de la estética es raro. Hay quién dice que es sencilla al definirla como fea, y otros la dicen "diseño natural" cunado se habla de que es igual que estar a la intemperie. Saludos viajero. Lns

Laura dijo...

Por lo que deja entrever tu relato ¿es posible que el señor raro en lugar de capa negra hubiese estado más acertado vistiendo una sábana blanca?

Anónimo dijo...

Oleéé...que gratas son tus letras,
cada estacion tiene su belleza quizas no es su forma arquitectonica,que la destaque, sino las vivencias que alli se congregan..partir..regresar...colmados de historias que contar, risas y llantos, etc etc
un abrazo desde mi estacion de la vida.
Besos

V