¡Que
si quieres arroz, Catalina! Vamos, que
por más que busco, no encuentro la definición de TAJO, que yo busco. Google, ese buscador que todo lo encuentra,
me mostraba el río Tajo, me mostraba escarpas cortadas casi a plomo como por
ejemplo el Tajo de Ronda, o el tajo que se puede sacar de un hachazo bien dado…
Y lo más parecido a lo que yo busco, un madero con tres patas, sobre el que el
carnicero parte chuletas. Se ve que Google, además de ser un sabiondo muy de
actualidad, nunca pasó por mi pueblo para tomar nota de lo que allí era un
tajo.
¡Qué
no, coño! Que no es eso. Yo hablo de un tajo de madera para sentarse en
él. Es lo mismo que un banco de madera;
pero individual. Vamos, como si dijéramos para un solo culo. Se parece mucho a
lo que llamábamos un bancucu, Y digo
llamábamos, en pasado, porque hasta sospecho que en el presente, hasta en mi
pueblo pudiera haber gente joven, que ya
no sepa lo que es. Bancucos los solían hacer Fausto, Nino el mudo, y puede ser
que hasta Casimiro, que son los tres que yo recuerdo con dotes de carpinteros.
Pero eran cosa fina; de madera cepillada, y patas pulidas con papel de lija, y
en invierno se colocaban sobre todos los
fogones del pueblo, para por las noches
subirse a ellos y calentar el esqueleto mientras las viejas rezaban el rosario,
y las jóvenes hablaban del vecino.
Pues
un tajo, era algo parecido a eso, pero más artesanal. Tajos los hacía Vicente
Cofiño, Miguelucu el de Rufina, Máximo el de la Calzá, Saturnino, Rufino, y
hasta Remigio. Era una tabla cuadrada o redonda, a la que le ponían tres o
cuatro patas generalmente de troncos de avellano, a veces hasta sin despellejar.
Los
tajos de tres patas andaban siempre rodando por entre las “moñigas” de las cuadras, en espera de la hora de ordeñar.
Como por las mañanas se levantaba la gente así, como medio adormilados, y sin
gana de muchas contemplaciones, según entraban en las cuadras, cogían el tajo,
y a tajazos y patadas levantaban a las vacas, que estiraban el pescuezo,
apoyaban con fuerza las manos en el suelo, y con mucha pereza iban subiendo el
resto del cuerpo. A continuación, como en venganza de los tajazos recibidos,
levantaban la cola y hacían todo lo posible por alcanzar con la meada
rubia y espumosa como la cerveza, los
escarpines del ordeñador.
Los
tajos de cuatro patas solían estar por los portales de las casas. En otoño
esperaban pacientes a que en los atardeceres soleados se sentaran sobre ellos
los culos de los viejos, quienes con paciencia y un garoju desgranaban un
garrotáu de panojas dentro de un saco de yute, dejándolo listo para llevarlo al
molino de Roiz. Durante el desgrane
hacían cuatro o cinco pausas, para desentumecerse los dedos frotando una mano
con otra, o para encender cuatro o cinco veces la colilla de un cigarro de picadura, seca como una momia egipcia, y siempre pegada en
la comisura del labio inferior. Lo hacían con el chisquero de latón que
llevaban siempre envuelto en metro y medio de mecha amarilla, y mientras le
volvían a envolver para guardarle en lo más hondo del bolsillo del pantalón,
les llegaba un acceso de tos bronca y profunda, que parecía que se les iban a
reventar las venas del pescuezo, o a echar los hígados por la boca. Pero no;
sacaban un pañuelón con cuadros azules,
grande como una sábana, recogían en él unas babas manchadas de nicotina y
briznas de tabaco, y de nuevo dale que te pego al garoju sobre la panoja, y
caían al saco granos de maíz, que daba
gusto verlos.
Lo
de las viejas era más liviano: Se sentaban en el tajo, y arrastraban hasta
ellas el saco repleto de cáscaras de alubias. Entreabrían ligeramente las
piernas para que el faldamento hiciera hoyo entre ellas, y dentro del hoyo
ponían un buen puñado de cáscaras secas para empezar a desgranarlas sin ninguna
prisa. Alubias blancas pal cocíu, rojas pa con chorizu, o las de riñón que en
ensalá, con un refritu de ajo y pimentón, y a la hora de comerlas, un chorretín
de vinagre, estaban buenísimas.
Otras
veces eran las alpargatas rotas de los críos, las que las abuelas remendaban sentadas sobre los tajos de cuatro
patas que había en el portal. Una cestuca hecha
con hojas de maíz trenzadas, donde había cuatro ovillos de hilo de
repasar, otro de hilo gordo, unas gafas de cristales redondos, y un alfiletero
con agujas de coser de distinto grosor.
Las gafas cabalgando en la punta de la nariz, la
aguja gorda con el ojo mirando al cielo y cuatro o cinco maniobras hasta colar
el bramante por donde debía ir. Y mientras cosía aquellas punteras por donde
hacía una semana que se venían asomando los deos del críu, la vieja pensaba en el sermón que debía de
echarle al chaval para que no volviera a dar más patás al balón de trapu con el
que todas las tardes jugaban en la bolera toa. Aquella catarbá de críos que habia en el pueblo…
Jesús González ©
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