viernes, 10 de octubre de 2014

TAJOS




            ¡Que si quieres arroz, Catalina!  Vamos, que por más que busco, no encuentro la definición de TAJO, que yo busco.  Google, ese buscador que todo lo encuentra, me mostraba el río Tajo, me mostraba escarpas cortadas casi a plomo como por ejemplo el Tajo de Ronda, o el tajo que se puede sacar de un hachazo bien dado… Y lo más parecido a lo que yo busco, un madero con tres patas, sobre el que el carnicero parte chuletas. Se ve que Google, además de ser un sabiondo muy de actualidad, nunca pasó por mi pueblo para tomar nota de lo que allí era un tajo.



            ¡Qué no, coño! Que no es eso. Yo hablo de un tajo de madera para sentarse en él.  Es lo mismo que un banco de madera; pero individual. Vamos, como si dijéramos para un solo culo. Se parece mucho a lo que llamábamos un bancucu,  Y digo llamábamos, en pasado, porque hasta sospecho que en el presente, hasta en mi pueblo pudiera haber  gente joven, que ya no sepa lo que es. Bancucos los solían hacer Fausto, Nino el mudo, y puede ser que hasta Casimiro, que son los tres que yo recuerdo con dotes de carpinteros. Pero eran cosa fina; de madera cepillada, y patas pulidas con papel de lija, y en invierno se colocaban  sobre todos los fogones del pueblo,  para por las noches subirse a ellos y calentar el esqueleto mientras las viejas rezaban el rosario, y las jóvenes hablaban del vecino. 



            Pues un tajo, era algo parecido a eso, pero más artesanal. Tajos los hacía Vicente Cofiño, Miguelucu el de Rufina, Máximo el de la Calzá, Saturnino, Rufino, y hasta Remigio. Era una tabla cuadrada o redonda, a la que le ponían tres o cuatro patas generalmente de troncos de avellano,  a veces hasta sin despellejar.



            Los tajos de tres patas andaban siempre rodando por entre las “moñigas” de   las cuadras, en espera de la hora de ordeñar. Como por las mañanas se levantaba la gente así, como medio adormilados, y sin gana de muchas contemplaciones, según entraban en las cuadras, cogían el tajo, y a tajazos y patadas levantaban a las vacas, que estiraban el pescuezo, apoyaban con fuerza las manos en el suelo, y con mucha pereza iban subiendo el resto del cuerpo. A continuación, como en venganza de los tajazos recibidos, levantaban la cola y hacían todo lo posible por alcanzar con la meada rubia  y espumosa como la cerveza, los escarpines del ordeñador.



            Los tajos de cuatro patas solían estar por los portales de las casas. En otoño esperaban pacientes a que en los atardeceres soleados se sentaran sobre ellos los culos de los viejos, quienes con paciencia y un garoju desgranaban un garrotáu de panojas dentro de un saco de yute, dejándolo listo para llevarlo al molino de Roiz.  Durante el desgrane hacían cuatro o cinco pausas, para desentumecerse los dedos frotando una mano con otra, o para encender cuatro o cinco veces la colilla  de un cigarro de picadura, seca   como una momia egipcia, y siempre pegada en la comisura del labio inferior. Lo hacían con el chisquero de latón que llevaban siempre envuelto en metro y medio de mecha amarilla, y mientras le volvían a envolver para guardarle en lo más hondo del bolsillo del pantalón, les llegaba un acceso de tos bronca y profunda, que parecía que se les iban a reventar las venas del pescuezo, o a echar los hígados por la boca. Pero no; sacaban un pañuelón  con cuadros azules, grande como una sábana, recogían en él unas babas manchadas de nicotina y briznas de tabaco, y de nuevo dale que te pego al garoju sobre la panoja, y caían  al saco granos de maíz, que daba gusto verlos.



            Lo de las viejas era más liviano: Se sentaban en el tajo, y arrastraban hasta ellas el saco repleto de cáscaras de alubias. Entreabrían ligeramente las piernas para que el faldamento hiciera hoyo entre ellas, y dentro del hoyo ponían un buen puñado de cáscaras secas para empezar a desgranarlas sin ninguna prisa. Alubias blancas pal cocíu, rojas pa con chorizu, o las de riñón que en ensalá, con un refritu de ajo y pimentón, y a la hora de comerlas, un chorretín de vinagre, estaban buenísimas.



            Otras veces eran las alpargatas rotas de los críos, las que las abuelas  remendaban sentadas sobre los tajos de cuatro patas que había en el portal. Una cestuca hecha  con hojas de maíz trenzadas, donde había cuatro ovillos de hilo de repasar, otro de hilo gordo, unas gafas de cristales redondos, y un alfiletero con agujas de coser de distinto grosor.  Las gafas cabalgando en la punta de la nariz,   la aguja gorda con el ojo mirando al cielo y cuatro o cinco maniobras hasta colar el bramante por  donde debía ir.  Y mientras cosía aquellas punteras por donde hacía una semana que se venían asomando los deos del críu,  la vieja pensaba en el sermón que debía de echarle al chaval para que no volviera a dar más patás al balón de trapu con el que todas las tardes jugaban en la bolera toa. Aquella catarbá  de críos que habia en el pueblo…

              Jesús González ©

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