sábado, 20 de septiembre de 2014

CARTAS




            Era el reloj que no tenía ni la más adinerada de las amas de casa del pueblo de Caviedes. Ya se sabía:  Cuando  Laureano, (Lauriano, para los nativos), aparecía  en la recta del Llano con las antiparras cabalgando sobre su nariz, bajo el ala  protectora de su sombrero de fieltro gris, eran las doce en punto.



            Laureano era la persona más informada en diez kilómetros a la redonda, porque desde las Cuevas de Roiz, donde recogía el correo, hasta Vallines donde hacía la primera parada para repartir, y luego hasta Caviedes donde hacía  la segunda y última, caminaba leyendo las  noticias de cada día, en el único periódico que llegaba al pueblo: El Diario Montañés, que luego entregaba en la entonces única taberna.



            En ese momento sabían las mujeres que era obligado echar un  vistazo al puchero que cocía arrimado a los tizones encendidos, y comprobar si se le había puesto la hoja de laurel a la salsa verde de las  patatas, o si las alubias debían ser sorprendidas  con un chorro de agua fría, para que la cocción de su piel fuera perfecta.



            Pero lo que de verdad sentían las mujeres de mi pueblo en aquel momento  era un intenso aleteo de mariposas en el estómago, que las hacía respirar profundamente al sentirse esperanzadas con la posible llegada de una carta para ellas. Y cuando Laureano llegaba con su permanente sonrisa en la boca, su saludo tocándose el ala del sombrero, y su sabido “Hermoso dia”, con el que generalmente festejaba a todo el mundo, las mujeres abrían de par en par la puerta de la casa, le devolvían la sonrisa, y hasta había quien le ofrecía un “vasucu de tintu”, que rara vez aceptaba.  Porque en aquellos años, el cartero era portador de misivas  casi siempre gratas para quienes las recibían. Eran cartas de la familia lejana,  del novio que hacía la mili   en ultramar, de los amigos ausentes…



            Aquello eran cartas envueltas a veces en sobres caprichosos decorados con un primor increíble; direcciones escritas con tinta negra o azul, y una caligrafía de mayúsculas  rimbombantes, y minúsculas pausadas, cadenciosas  y entrañables, que obligaban a su receptor a leerlo varias veces antes de decidirse a abrirle en busca del contenido.



            Al cartero de hoy se le recibe con reservas, porque las cartas ya no lo son, por más que se les siga llamando lo mismo. Hoy se convirtieron en sobres fríos con anagramas de imprenta que no guardan más que reclamos de débitos,  cargos bancarios, ofertas de gangas que son estafas… Promesas políticas que jamás se cumplen, y  campañas de caridad que muchas veces no llegan a su destino.



            Las cartas son otra de las muchas cosas que la modernidad y el progreso se llevaron por delante. Primero fue el teléfono, que casi sin nadie pretenderlo se fue colando en las casas de todo el mundo; luego llegó el móvil que se metió en el bolsillo de cada uno de los que había en cada casa, y el Internet que envía letras e imágenes al fin del mundo a la velocidad de la luz. Pero en mí perdura el recuerdo  romántico de aquellos tiempos tan lejanos y próximos al mismo tiempo, a los que con este escrito quiero rendir un pequeño homenaje. 

                        Jesús González ©

           

No hay comentarios: