Era
el reloj que no tenía ni la más adinerada de las amas de casa del pueblo de
Caviedes. Ya se sabía: Cuando Laureano, (Lauriano, para los nativos),
aparecía en la recta del Llano con las
antiparras cabalgando sobre su nariz, bajo el ala protectora de su sombrero de fieltro gris,
eran las doce en punto.
Laureano
era la persona más informada en diez kilómetros a la redonda, porque desde las
Cuevas de Roiz, donde recogía el correo, hasta Vallines donde hacía la primera
parada para repartir, y luego hasta Caviedes donde hacía la segunda y última, caminaba leyendo
las noticias de cada día, en el único
periódico que llegaba al pueblo: El Diario Montañés, que luego entregaba en la
entonces única taberna.
En
ese momento sabían las mujeres que era obligado echar un vistazo al puchero que cocía arrimado a los
tizones encendidos, y comprobar si se le había puesto la hoja de laurel a la
salsa verde de las patatas, o si las
alubias debían ser sorprendidas con un
chorro de agua fría, para que la cocción de su piel fuera perfecta.
Pero
lo que de verdad sentían las mujeres de mi pueblo en aquel momento era un intenso aleteo de mariposas en el
estómago, que las hacía respirar profundamente al sentirse esperanzadas con la
posible llegada de una carta para ellas. Y cuando Laureano llegaba con su
permanente sonrisa en la boca, su saludo tocándose el ala del sombrero, y su
sabido “Hermoso dia”, con el que generalmente festejaba a todo el mundo, las
mujeres abrían de par en par la puerta de la casa, le devolvían la sonrisa, y
hasta había quien le ofrecía un “vasucu de tintu”, que rara vez aceptaba. Porque en aquellos años, el cartero era
portador de misivas casi siempre gratas
para quienes las recibían. Eran cartas de la familia lejana, del novio que hacía la mili en ultramar, de los amigos ausentes…
Aquello
eran cartas envueltas a veces en sobres caprichosos decorados con un primor
increíble; direcciones escritas con tinta negra o azul, y una caligrafía de
mayúsculas rimbombantes, y minúsculas pausadas,
cadenciosas y entrañables, que obligaban
a su receptor a leerlo varias veces antes de decidirse a abrirle en busca del
contenido.
Al
cartero de hoy se le recibe con reservas, porque las cartas ya no lo son, por
más que se les siga llamando lo mismo. Hoy se convirtieron en sobres fríos con
anagramas de imprenta que no guardan más que reclamos de débitos, cargos bancarios, ofertas de gangas que son estafas… Promesas
políticas que jamás se cumplen, y campañas de caridad que muchas veces no llegan
a su destino.
Las
cartas son otra de las muchas cosas que la modernidad y el progreso se llevaron
por delante. Primero fue el teléfono, que casi sin nadie pretenderlo se fue
colando en las casas de todo el mundo; luego llegó el móvil que se metió en el
bolsillo de cada uno de los que había en cada casa, y el Internet que envía
letras e imágenes al fin del mundo a la velocidad de la luz. Pero en mí perdura
el recuerdo romántico de aquellos tiempos tan lejanos y próximos al mismo
tiempo, a los que con este escrito quiero rendir un pequeño homenaje.
Jesús González ©
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