domingo, 31 de agosto de 2014

PARCHES




                        Cuando tuve quince o dieciséis años, me compró mi padre una bicicleta, y te juro que me hizo mucha más ilusión  que si hoy me regalaran un Mercedes. Entre otras cosas porque nunca fui muy aficionado a los coches, y creo que tampoco fui  ni soy aficionado a presumir. O a lo mejor sí lo soy, pero no me doy cuenta de ello; es difícil reconocer los propios defectos.

            La bici era una Orbea azul, con manillar de carrera y cambio  de tres piñones. Atada al sillín tenía una diminuta cartera de cuero, y dentro de ella había unos desmontables, una caja con parches de distintos tamaños, y un tubo de disolución, que era un pegamento de  un olor tan  penetrante, que casi hacía daño en la nariz.

            La primera vez que pinché una rueda, fue toda una odisea: Puse en el suelo el manillar y el sillín, y quedó la bici con las ruedas mirando al cielo, lo mismo que quedaban las patas de la burra que teníamos en casa cuando “ganaba la cebada”. Aflojé las palomillas para soltar la rueda,  la desenganché de la cadena, y cuando con los desmontables quise sacar la cubierta para hacerme con la cámara, resulta que la pellizqué, e hice una avería mayor.  ¡Dos parches gasté en un día! El más chico y el más grande.

            Bueno, pasando el tiempo, pinché muchas veces, porque las carreteras de entonces nada tenían que ver con las de hoy, y mucho menos las callejas de mi pueblo donde para pinchar la rueda de una bicicleta podías encontrar entre las piedras y basura del suelo,  desde un cristal o lata vieja que cortara la mismísima cubierta, hasta puntas de alambre y clavos oxidados del tamaño que le prefirieras. Tuve que comprar varias cajas de parches, hasta dejar las cámaras de mi  bici como con un rosario de parches, uno tras otro, antes de comprar otra nueva. Que valían un ojo de la cara…

            Bueno, pues ahora mismo, estoy yo como las cámaras de mi bicicleta, con el rosario de parches encima: Para no caerme cuando camino, me ayudo de un bastón porque según me dijo el mecánico de mis huesos, un pinzamiento en la columna, me deja las piernas sin fuerza, y operar a mi edad sería peor el remedio que la enfermedad, y teniendo en cuenta mi productividad, un gasto inútil para la Seguridad Social.

            Según parece, lo único que produzco con abundancia, son plaquetas blancas en la sangre, pero como tan malo es enero como febrero, me pongo parches para mantener el equilibrio adecuado, y cada tres meses me controlan en el taller de Sierrallana la cantidad de disolución que tengo que poner en ellos, según resultado de los análisis.

            Se me estropeó el faro izquierdo, y para poder seguir viendo lo bonita que es la vida, me implantaron una lentilla. Mi mujer me aseguró que había mejorado mucho porque a los dos días de estar operado le dije en un arrebato de sinceridad, que la encontraba  con muchas arrugas.

            Y por último, hoy mismo he ido al otorrino, no para que me mire la garganta, que a estas alturas ya desistí de dedicarme a la Ópera,  sino para que me mire los oídos,  y así poder saber al final quien gana este pulso de sordos que estamos echando mano a mano desde hace tiempo mi amigo Vicente Iglesias  y yo.

              Jesús González ©

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