Cuando
tuve quince o dieciséis años, me compró mi padre una bicicleta, y te juro que
me hizo mucha más ilusión que si hoy me
regalaran un Mercedes. Entre otras cosas porque nunca fui muy aficionado a los
coches, y creo que tampoco fui ni soy aficionado
a presumir. O a lo mejor sí lo soy, pero no me doy cuenta de ello; es difícil
reconocer los propios defectos.
La
bici era una Orbea azul, con manillar de carrera y cambio de tres piñones. Atada al sillín tenía una
diminuta cartera de cuero, y dentro de ella había unos desmontables, una caja
con parches de distintos tamaños, y un tubo de disolución, que era un pegamento
de un olor tan penetrante, que casi hacía daño en la nariz.
La
primera vez que pinché una rueda, fue toda una odisea: Puse en el suelo el
manillar y el sillín, y quedó la bici con las ruedas mirando al cielo, lo mismo
que quedaban las patas de la burra que teníamos en casa cuando “ganaba la
cebada”. Aflojé las palomillas para soltar la rueda, la desenganché de la cadena, y cuando con los
desmontables quise sacar la cubierta para hacerme con la cámara, resulta que la
pellizqué, e hice una avería mayor. ¡Dos
parches gasté en un día! El más chico y el más grande.
Bueno,
pasando el tiempo, pinché muchas veces, porque las carreteras de entonces nada
tenían que ver con las de hoy, y mucho menos las callejas de mi pueblo donde
para pinchar la rueda de una bicicleta podías encontrar entre las piedras y
basura del suelo, desde un cristal o
lata vieja que cortara la mismísima cubierta, hasta puntas de alambre y clavos
oxidados del tamaño que le prefirieras. Tuve que comprar varias cajas de
parches, hasta dejar las cámaras de mi
bici como con un rosario de parches, uno tras otro, antes de comprar
otra nueva. Que valían un ojo de la cara…
Bueno,
pues ahora mismo, estoy yo como las cámaras de mi bicicleta, con el rosario de
parches encima: Para no caerme cuando camino, me ayudo de un bastón porque
según me dijo el mecánico de mis huesos, un pinzamiento en la columna, me deja
las piernas sin fuerza, y operar a mi edad sería peor el remedio que la
enfermedad, y teniendo en cuenta mi productividad, un gasto inútil para la
Seguridad Social.
Según
parece, lo único que produzco con abundancia, son plaquetas blancas en la
sangre, pero como tan malo es enero como febrero, me pongo parches para
mantener el equilibrio adecuado, y cada tres meses me controlan en el taller de
Sierrallana la cantidad de disolución que tengo que poner en ellos, según
resultado de los análisis.
Se
me estropeó el faro izquierdo, y para poder seguir viendo lo bonita que es la
vida, me implantaron una lentilla. Mi mujer me aseguró que había mejorado mucho
porque a los dos días de estar operado le dije en un arrebato de sinceridad,
que la encontraba con muchas arrugas.
Y
por último, hoy mismo he ido al otorrino, no para que me mire la garganta, que
a estas alturas ya desistí de dedicarme a la Ópera, sino para que me mire los oídos, y así poder saber al final quien gana este
pulso de sordos que estamos echando mano a mano desde hace tiempo mi amigo
Vicente Iglesias y yo.
Jesús González ©
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