Cuando
yo era crío, los viejos de mi pueblo solían decir que no tenía nada que ver el
culo con las cuatro témporas, cuando intentaban expresar de dos cosas, que nada
tenía que ver la una con la otra.
Lo
mismo ocurre con el título de mi escrito de hoy. Pero como todo tiene una
explicación, intentaré aclarártelo: El
otro día escuchó Mariluz en la farmacia, una palabra que no recordaba, y que
según ella, nunca había escuchado. Pero una empleada de la farmacia, dijo que
ella si la conocía. Y hoy, entré a la
farmacia, por saber si recordaban cual era la palabra: SALEARSE, dicha como
sinónimo de columpiarse. Y me puse a confabular sobre ella con los tres
responsables de la farmacia. Yo también
había escuchado esa expresión en el mismo sentido; pero no recuerdo donde ni
cuando. Desde luego, no fue ayer.
Entraron
dos señores a comprar medicamentos en el mismo momento que yo explicaba conocer
la palabra SALEA, con otro sentido. Y entonces intervino uno de los recién llegados: “Si señor,- dijo - Salea se
llama también a lo que cuando llueve, se usa para tapar el yugo de las vacas
uncidas.
Efectivamente,
que generalmente solía ser una piel seca
de cordero con toda su lana. Y estirando
hacia atrás la memoria, recordé que también
llamaban así en los años de mi infancia, a otra piel también de cordero,
pero bastante más pequeña, que se ponía en las cunas de los bebés debajo de la sábana, para proteger
el colchón de las humedades del niño. -De todas formas, -dije,- sospecho que es
un localismo de esta región, o de esta parte de la región.
-
Mírelo en el diccionario.- Me sugirió.
-
Tendría que ser en un diccionario de palabras cantabras. No creo que figure en
el de la Real Academia.
Y
entonces, mirándome como si hubiera dicho un disparate, añadió cargado de
razones:
-¡Como
no va a venir! Usted mírelo en un buen diccionario: Seguro que viene en el
Diccionario de Calleja.
Y
de repente comprobé, que si hay gente que confunde el culo con las cuatro
témporas. ¿No eran los cuentos lo que hizo popular a Calleja cuando la gente de
mi edad éramos críos? Eran cuentos
editados en libros minúsculos, que no medirían más de ocho centímetros por
cinco; como de diez o doce páginas, portadas a todo color, y en el interior de
la última tapa siempre un chiste, como este que recuerdo: Un pescador que no
ponía cebo en el anzuelo, y su comentario: “Yo no engaño a naide, ni a denguno,
El que güenamente quiá picar, que pique…”
Jesús González ©
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