(Día 2)
Esta mañana estaba paseando de aquí para allá, sin nada mejor
que hacer, esperando la hora de comer, cuando he visto algo extraño. Sentada en
una piedra, llorando desconsoladamente, había una de esas bestias negras que caminan
sobre dos patas. Pero esta vez era distinta. Era mucho más pequeña, (aunque
seguía siendo enorme para mí, claro), y no era roja por ningún lado. En lugar de
tener el cuerpo de color rojo y sólo negras las patas y la cabeza, ésta era
toda ella negra y se le veían las patas enteras, tanto las de abajo como las de
arriba. Supongo que debía de ser una cría de bestia negra y que, cuando las crías
crecen, les debe de salir esa capa roja que las tapa casi por entero. Me
imagino que debía de ser una hembra, porque tenía dos protuberancias que se
parecían a las que tienen otras bestias grandes, y siempre son hembras. Y además,
los machos de las bestias grandes siempre tienen otra cosa por ahí abajo que
ésta no tenía, así que seguro que era una hembra de bestia negra y que, al
crecer, será una bestia roja y negra como la que conocí el otro día.
Me dio pena verla llorar, así que me acerqué un poco, a ver si
averiguaba qué le pasaba. A su lado, en el suelo, había trozos rotos de una de
esas cosas que esas bestias se ponen sobre la cabeza para transportar agua.
Tienen que llevarse el agua a cuestas, porque, como son tan tontas, no saben
encontrarla en muchos sitios como nosotros. Entonces comprendí por qué lloraba:
porque cuando volviera a su casa sin el agua la castigarían. Y, como el otro
día la bestia roja y negra se portó bien conmigo y no me comió ni me chafó, pensé
que podría hacer algo para que ésta dejara de llorar.
Se me ocurrió una idea. Me subí a un montículo que había
cerca, frente a ella, y empecé a moverme de un lado a otro para que los rayos
del sol hicieran que me brillaran los colores. “Si eso atrae a mi
escarabaja-chica”, me dije, “a lo mejor también atrae a ésta”. Al fin y al
cabo, las hembras son todas iguales: les enseñas unos cuantos colorines y se
derriten. No tardó mucho en echarme el ojo y, tal como había imaginado, se
levantó para acercarse. Entonces yo, rápidamente, me bajé del montículo y me
oculté entre las hierbas.
Al cabo de un momento, reaparecí en otro montículo un poco
más allá y volví a repetir la maniobra, hasta que me vio otra vez. Ahora me
miraba con cara de sorpresa, como preguntándose qué pasaba, y se acercó de
nuevo. Y otra vez salí por piernas, me escondí y reaparecí más allá. Ahora sí
que estaba intrigada. Podía ver en su cara que estaba preguntándose si ese
bichejo insignificante, (o sea, yo), estaba vacilando con ella, pero me siguió el
juego. Y así, de montículo en montículo, la llevé hasta un sitio donde había
encontrado en mis paseos una cosa muy rara, como un pequeño depósito con un
tapón, que las bestias blancas se cuelgan del hombro para transportar agua y
que a alguna, como son tan tontas, se le habría caído sin darse cuenta y lo
había perdido. Cuando llegué, me coloqué sobre mi descubrimiento y esperé a que
la cría de bestia negra me viera y se acercara.
Cuando me vio allí encima de aquella cosa, se le abrieron los
ojos mucho, ¡mucho, y ya no lloraba! De hecho, ahora se le veían muchos dientes
muy blancos, que creo que es la forma que tienen esas bestias para expresar que
están contentas. Se acercó, pero esta vez no me moví de allí, porque ya sé,
porque me lo dijo mi escarabajo-güeli, que estas bestias negras son
inofensivas.
Me subió a la palma de su mano y me observó mucho rato. Yo
estaba tranquilo, ya no tenía necesidad de hacerme el muerto porque no tenía
miedo de que me comiera, así que movía mi caparazón de un lado a otro para que
viera qué pasada de colores emito. Al cabo de un rato, hizo una cosa
extrañísima. Se acercó mucho, mucho a mí, apretó los labios al tiempo que los
estiraba hacia fuera y, de repente, los abrió, emitiendo un chasquido que nunca
había oído y que sonaba algo así como “¡muac!”, y volvió a enseñar muchos
dientes blancos. Después, me dejó en el suelo y vi cómo cogía la cosa para
llevar agua y se alejaba dando saltitos y emitiendo unos sonidos muy raros pero
que sonaban muy bien hasta para un bicho como yo.
Volviendo hacia casa, me sentía todo un escarabajo-macho. Había
conseguido que dejara de llorar una bestia muy grande y que ya no la castigaran.
Seré pequeño, pero ¡tela lo listo que soy!
Esta tarde la he pasado practicando con mis antenas para ver
si consigo hacer un chasquido parecido al que ha hecho la bestia. De momento,
sólo he conseguido una especie de “¡pac!”, pero ya me saldrá.
Espera a que se lo cuente todo a mi escarabaja-chica, estará
orgullosa de mí. Y cuando me despida de ella, me frotaré las antenas y la dejaré
con la boca abierta cuando le haga “¡muac!”. ¡Mola!
José-Pedro Cladera ©
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