Es
inútil. No lo intentes. Ni con "u", como
lo pronunciábamos en mi pueblo, ni con "o,"
que sería lo correcto. La palabra “cocino” no la contempla el Diccionario
de la Real Academia de la Lengua Española, por lo que me temo sea un localismo
de esta parte occidental de nuestra provincia.
Supongo
que ya quedan pocos, y hasta pudiera ocurrir, que no quede ninguno; pero yo
quiero explicar lo que eran, aunque no sea más que para satisfacer la
curiosidad de alguna persona con
inquietudes de este estilo.
Verás;
Antes de nuestra guerra, durante la guerra, y sobre todo en la posguerra, en
cada una de las casas de nuestros pueblos, se mataba cada año un cerdo que junto al maíz, las patatas y las
alubias de la propia cosecha, aseguraban la manutención de las familias. Esta
costumbre prácticamente ha desaparecido, por aquello del sobrepeso en las
personas, del colesterol, y de un montón de males más, que según parece se
atajan dejando de comer “torrendos” con huevos y patatas fritas.
Concretamente en casa de mis padres, además de
matarse un “chon” de doce o catorce arrobas de peso, (“chon” es el nombre con
el que aquí siempre cocimos lo que otros llaman cerdo, cochino, guarro o
marrano), se tenía en el cubil una chona
paridera que era larga como un día sin pan;
de orejas caídas y grandes, que le
servían de parasoles a sus ojos minúsculos de pestañas albinas. Tenía una panza
sonrosada, y un rosario de tetas
infladas y apetitosas, que eran
toda una tentación a chupar, en aquellos días del hambre.
Comenzaba
la labor cuando la “chona” se ponía en celo. Ahí estaba entonces mi madre
aparejando la burra al carro para llevarla a un verraco que había en Lamadrid,
y no te digo nada del trabajo que daba subir el animal al carro. Pues otro
tanto era bajarla de él en su lugar de citas, y otro tanto más, volverla a subir después del amoroso
encuentro.
Como
cuatro meses si mal no recuerdo duraba la gestación del animal, y era entonces
cuando mejor se ponía de manifiesto la necesidad de un “cocinu” en condiciones:
Era un tronco de metro y medio o dos metros de largo, que se vaciaba por arriba hasta dejarle
convertido en forma de una piragua roma, suponiendo que en aquellos tiempos
nosotros supiéramos lo que era una piragua. Era el recipiente donde comían los
“chones”. Equivalía a lo que para las vacas era el pesebre en la cuadra, o al
plato de hierro revestido de porcelana,
en el que sobre la mesa de madera de pino comíamos los humanos.
Todo
valía para que comiera una “chona preñá”. En el agua caliente de fregar la vasa
se cocían peladuras de patatas, nabos, o gamones, que aquella fiera sorbía y tragaba mientras emitía sordos gruñidos de
ansiedad y avaricia. Restos de comida de la casa, el suero que soltaba la
mantequilla cuando se batía en la jarra de porcelana, y hasta la gallina que
amaneció muerta sin saber de qué, en el gallinero, todo era poco para
satisfacer las tragaderas de aquel bicho.
Parir
paría con una facilidad asombrosa. A cada empujón saltaba a este mundo como de una forma mecánica un “chonucu” listo
como el hambre; y nunca mejor dicho el símil, porque el recién nacido apenas
había puesto los pies en el suelo, buscaba con un afán insospechado el pezón
más cercano, y se agarraba a él con tal fuerza, que sobre su cuerpo pasaban los
hermanos que seguían naciendo, sin conseguir que por ello dejara de chupar.
Lo
malo de aquellos partos era que obligaban a que una persona pasara la noche en
vela vigilando para que cuando la marrana se acostase a descansar, (pues se
acostaba y se levantaba con mucha frecuencia),
no lo hiciera sobre alguno de sus
hijos, y lo dejara pegado al suelo como un sello de correos al sobre
correspondiente. Eso podía ocurrir solamente la noche primera; no sé si es que
al día siguiente se le había agudizado el instinto maternal a la “chona” para
no aplastar a sus hijos, o que a estos se les despertaba el de autoprotección,
y veían el peligro cuando la madre se echaba.
Como
tres meses había que sobrealimentar a la “chona” que se ponía como una
auténtica “marrana” de tetas exuberantes y desbordadas, sobre las que se abalanzaban en tromba los “jocicos” de los
ocho o diez infantes en cuanto esta se desparramaba en el suelo.
Para entonces las crías se habían puesto de guapas que estaban como para
comérselas, (pero eso sólo lo hacían en
los mesones de Segovia los que tenían “perras” para poder pagarlo), y lo que
hacía mi madre era volver a enganchar la
burra al carro y llevarlas a vender al
“mercau de los chones” de Cabezón de la Sal, que estaba justo a la izquierda de
la entrada al pueblo, donde hoy tiene Pedrín su negocio de materiales de
construcción… Si se decidía dejar alguna de las recrías para la matanza del
año siguiente, se le hacía un apartado dentro del cubil, se cogía otro tronco
de metro y medio o dos metros de largo, y a golpe de azuela se iba vaciando
hasta lograr otro “cocinu” en forma de piragua roma.
Jesús González ©
1 comentario:
¡Qué maravilla, Jesús! Me ha traído resonancias de mi infancia en Mallorca, donde, por cierto, las marranas eran, por lo visto, aún más bestias: ¡hasta se comían a alguna de sus propias crías si les hacía daño al mamar!
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