viernes, 10 de enero de 2014

EL COCINU




            Es inútil. No lo intentes. Ni con "u", como lo pronunciábamos en mi pueblo, ni con "o," que sería lo correcto. La palabra “cocino” no la contempla el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, por lo que me temo sea un localismo de esta parte occidental de nuestra provincia.

            Supongo que ya quedan pocos, y hasta pudiera ocurrir, que no quede ninguno; pero yo quiero explicar lo que eran, aunque no sea más que para satisfacer la curiosidad  de alguna persona con inquietudes de este estilo.

            Verás; Antes de nuestra guerra, durante la guerra, y sobre todo en la posguerra, en cada una de las casas de nuestros pueblos, se mataba cada año un cerdo  que junto al maíz, las patatas y las alubias de la propia cosecha, aseguraban la manutención de las familias. Esta costumbre prácticamente ha desaparecido, por aquello del sobrepeso en las personas, del colesterol, y de un montón de males más, que según parece se atajan dejando de comer “torrendos” con huevos y patatas fritas.

             Concretamente en casa de mis padres, además de matarse un “chon” de doce o catorce arrobas de peso, (“chon” es el nombre con el que aquí siempre cocimos lo que otros llaman cerdo, cochino, guarro o marrano),  se tenía en el cubil una chona paridera que era larga como un día sin pan;  de orejas caídas  y grandes, que le servían de parasoles a sus ojos minúsculos de pestañas albinas. Tenía una panza sonrosada, y un rosario de tetas  infladas y apetitosas, que  eran toda una tentación a chupar, en aquellos días del hambre.

            Comenzaba la labor cuando la “chona” se ponía en celo. Ahí estaba entonces mi madre aparejando la burra al carro para llevarla a un verraco que había en Lamadrid, y no te digo nada del trabajo que daba subir el animal al carro. Pues otro tanto era bajarla de él en su lugar de citas, y otro tanto  más, volverla a subir después del amoroso encuentro.

            Como cuatro meses si mal no recuerdo duraba la gestación del animal, y era entonces cuando mejor se ponía de manifiesto la necesidad de un “cocinu” en condiciones: Era un tronco de metro y medio o dos metros de largo, que  se vaciaba por arriba hasta dejarle convertido en forma de una piragua roma, suponiendo que en aquellos tiempos nosotros supiéramos lo que era una piragua. Era el recipiente donde comían los “chones”. Equivalía a lo que para las vacas era el pesebre en la cuadra, o al plato de hierro revestido de porcelana,  en el que sobre la mesa de madera de pino comíamos los humanos.

            Todo valía para que comiera una “chona preñá”. En el agua caliente de fregar la vasa se cocían peladuras de patatas, nabos, o gamones, que aquella fiera sorbía  y tragaba mientras emitía sordos gruñidos de ansiedad y avaricia. Restos de comida de la casa, el suero que soltaba la mantequilla cuando se batía en la jarra de porcelana, y hasta la gallina que amaneció muerta sin saber de qué, en el gallinero, todo era poco para satisfacer las tragaderas de aquel bicho.

            Parir paría con una facilidad asombrosa. A cada empujón saltaba a este mundo  como de una forma mecánica un “chonucu” listo como el hambre; y nunca mejor dicho el símil, porque el recién nacido apenas había puesto los pies en el suelo, buscaba con un afán insospechado el pezón más cercano, y se agarraba a él con tal fuerza, que sobre su cuerpo pasaban los hermanos que seguían naciendo, sin conseguir que por ello dejara de chupar.

            Lo malo de aquellos partos era que obligaban a que una persona pasara la noche en vela vigilando para que cuando la marrana se acostase a descansar, (pues se acostaba y se levantaba con mucha frecuencia),   no lo hiciera sobre alguno de  sus hijos, y lo dejara pegado al suelo como un sello de correos al sobre correspondiente. Eso podía ocurrir solamente la noche primera; no sé si es que al día siguiente se le había agudizado el instinto maternal a la “chona” para no aplastar a sus hijos, o que a estos se les despertaba el de autoprotección, y veían el peligro cuando la madre se echaba.

            Como tres meses había que sobrealimentar a la “chona” que se ponía como una auténtica “marrana” de tetas exuberantes y desbordadas, sobre las que  se abalanzaban en tromba los “jocicos” de los ocho o diez infantes en cuanto esta se desparramaba  en el suelo.  Para entonces las crías se habían puesto de guapas que estaban como para comérselas, (pero eso sólo lo hacían  en los mesones de Segovia los que tenían “perras” para poder pagarlo), y lo que hacía mi madre era volver a  enganchar la burra al carro y llevarlas a vender  al “mercau de los chones” de Cabezón de la Sal, que estaba justo a la izquierda de la entrada al pueblo, donde hoy tiene Pedrín su negocio de materiales de construcción… Si se decidía dejar alguna de las recrías para la matanza del año siguiente, se le hacía un apartado dentro del cubil, se cogía otro tronco de metro y medio o dos metros de largo, y a golpe de azuela se iba vaciando hasta lograr otro “cocinu” en forma de piragua roma.

Jesús González ©

           

1 comentario:

Pedro dijo...

¡Qué maravilla, Jesús! Me ha traído resonancias de mi infancia en Mallorca, donde, por cierto, las marranas eran, por lo visto, aún más bestias: ¡hasta se comían a alguna de sus propias crías si les hacía daño al mamar!