miércoles, 29 de enero de 2014

CHICUCOS





(A Sara de Miguel Prendes,
Que se interesó por el tema).

            En mi familia, lo fueron todos. Y salvo mi padre y su hermano que regresaron jóvenes a La Montaña, tanto el resto de sus hermanos como los hermanos de mi madre y sus respectivos consortes que también eran montañeses, están todos enterrados en suelo gaditano.

            Según tengo entendido la emigración  fue desde el siglo XIX  hasta mediados del XX. Y su historia, que yo conozco muy superficialmente, debió nacer empujada por el hambre de unos años de miseria: No sé el porqué los primeros de todos eligieron Sevilla, y sobre todo Cádiz, como lugar para abrir un nuevo camino; el resto fueron “chicucos” arrastrados por la mano de parientes o amigos de las familias ya establecidos en esos lugares.

            De quince años algunos; otros de catorce, pero los más, de trece, doce y hasta de once años dejaban  las criaturas padre, madre, hermanos, amigos y pueblo, para buscar un  horizonte que no vislumbraban en la Tierruca. Los establecidos en Cádiz ofrecían a los hijos de sus parientes o amigos del pueblo la posibilidad de que el crío aprendiera a llevar un negocio, y los parientes pobres del pueblo agradecían a los establecidos de Cádiz la generosa oferta que se les ofrecía. Ahí nacieron los “chicucos”. Niños que sin hacerse hombres, aprendieron a trabajar duro.

            Es seguro que el sueño de sus padres fuera el  mejor porvenir de sus hijos, pero dadas las circunstancias, de momento disfrutaban  de una boca menos que alimentar en la casa.

            Seguro también que el pariente establecido deseaba un buen futuro para el hijo arrancado del calor de los padres, pero dadas las circunstancias, de momento también iba a disfrutar de una mano de obra comprada por un plato de lentejas.

            Porque los  “chicucos” llegaban a Cádiz, entraban al comercio donde iban a trabajar, y gran parte de ellos no volvía a ver la luz del sol hasta que el “Don” los mandara a comprarle un mazo de puros al estanco de  la esquina.

             Eran generalmente comercios de comestibles, de los cuales muchos tenían al fondo una tasca donde apenas podía verse quien pasaba las horas bebiendo. Otros, los menos, eran bares o restaurantes. En algún tiempo hubo, en que en Cádiz, más de seiscientos almacenes eran regentados por montañeses. Solían ser tiendas de estanterías de madera para latas y paquetes, barras colgando del techo para embutidos,  sobre el mostrador unos barreños de barro donde remojaban altramuces y garbanzos que se vendían al peso, y al fondo mesas y bancos de madera donde alternaban los amigos del “bebercio”.

            Los “chicucos” eran quienes  fregaban mesas, bancos y mostradores con la arena y la lejía que un hombre iba vendiendo de tienda en tienda;  eran quienes reponían la mercancía que faltaba en las estanterías, los que con el tiempo salían a la calle como muchacho de los recados, y quienes cuando su benefactor consideraba que ya estaban preparados, ascendían a dependientes. Los “chicucos” trabajaban dentro del local, comían dentro del  local, y dormían dentro del local en finos colchones que al llegar la noche extendían tras los mostradores en que atendían a sus clientes. No había vacaciones ni días descanso; ni horas de asueto, ni otra cosa que no fuera trabajo y el sustento de cada día.

            Quien despuntaba podía llegar a encargado, y dejaba de ser “chicuco”,  y quien al final se arriesgaba podía llegar a ser dueño de su propio negocio. Cuando esto sucedía, al que fue “chicuco” se le dejaba de llamar así para llamarle “jándalo”; y regresaba como triunfador al pueblo que le vio nacer, para ofrecer su protección a familiares y amigos que al instante le confiaban nuevos “chicucos”, es decir nuevos eslabones para una cadena que se hizo tan popular entre los gaditanos, que estos cuando tenían que hacer la compra, en lugar de decir “voy a la tienda”, decían con la mayor naturalidad del mundo: “Voy al Chicuco”.

             Jesús González ©

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