(A
Sara de Miguel Prendes,
Que
se interesó por el tema).
En
mi familia, lo fueron todos. Y salvo mi padre y su hermano que regresaron
jóvenes a La Montaña, tanto el resto de sus hermanos como los hermanos de mi
madre y sus respectivos consortes que también eran montañeses, están todos
enterrados en suelo gaditano.
Según
tengo entendido la emigración fue desde
el siglo XIX hasta mediados del XX. Y su
historia, que yo conozco muy superficialmente, debió nacer empujada por el
hambre de unos años de miseria: No sé el porqué los primeros de todos eligieron
Sevilla, y sobre todo Cádiz, como lugar para abrir un nuevo camino; el resto
fueron “chicucos” arrastrados por la mano de parientes o amigos de las familias
ya establecidos en esos lugares.
De
quince años algunos; otros de catorce, pero los más, de trece, doce y hasta de
once años dejaban las criaturas padre,
madre, hermanos, amigos y pueblo, para buscar un horizonte que no vislumbraban en la Tierruca.
Los establecidos en Cádiz ofrecían a los hijos de sus parientes o amigos del
pueblo la posibilidad de que el crío aprendiera a llevar un negocio, y los
parientes pobres del pueblo agradecían a los establecidos de Cádiz la generosa
oferta que se les ofrecía. Ahí nacieron los “chicucos”. Niños que sin hacerse
hombres, aprendieron a trabajar duro.
Es
seguro que el sueño de sus padres fuera el
mejor porvenir de sus hijos, pero dadas las circunstancias, de momento
disfrutaban de una boca menos que
alimentar en la casa.
Seguro
también que el pariente establecido deseaba un buen futuro para el hijo
arrancado del calor de los padres, pero dadas las circunstancias, de momento
también iba a disfrutar de una mano de obra comprada por un plato de lentejas.
Porque
los “chicucos” llegaban a Cádiz, entraban
al comercio donde iban a trabajar, y gran parte de ellos no volvía a ver la luz
del sol hasta que el “Don” los mandara a comprarle un mazo de puros al estanco
de la esquina.
Eran generalmente comercios de comestibles, de
los cuales muchos tenían al fondo una tasca donde apenas podía verse quien
pasaba las horas bebiendo. Otros, los menos, eran bares o restaurantes. En
algún tiempo hubo, en que en Cádiz, más de seiscientos almacenes eran regentados por
montañeses. Solían ser tiendas de estanterías de madera para latas y paquetes,
barras colgando del techo para embutidos,
sobre el mostrador unos barreños de barro donde remojaban altramuces y
garbanzos que se vendían al peso, y al fondo mesas y bancos de madera donde
alternaban los amigos del “bebercio”.
Los
“chicucos” eran quienes fregaban mesas,
bancos y mostradores con la arena y la lejía que un hombre iba vendiendo de
tienda en tienda; eran quienes reponían
la mercancía que faltaba en las estanterías, los que con el tiempo salían a la
calle como muchacho de los recados, y quienes cuando su benefactor consideraba
que ya estaban preparados, ascendían a dependientes. Los “chicucos” trabajaban
dentro del local, comían dentro del
local, y dormían dentro del local en finos colchones que al llegar la
noche extendían tras los mostradores en que atendían a sus clientes. No había
vacaciones ni días descanso; ni horas de asueto, ni otra cosa que no fuera
trabajo y el sustento de cada día.
Quien
despuntaba podía llegar a encargado, y dejaba de ser “chicuco”, y quien al final se arriesgaba podía llegar a
ser dueño de su propio negocio. Cuando esto sucedía, al que fue “chicuco” se le
dejaba de llamar así para llamarle “jándalo”; y regresaba como triunfador al
pueblo que le vio nacer, para ofrecer su protección a familiares y amigos que
al instante le confiaban nuevos “chicucos”, es decir nuevos eslabones para una
cadena que se hizo tan popular entre los gaditanos, que estos cuando tenían que
hacer la compra, en lugar de decir “voy a la tienda”, decían con la mayor
naturalidad del mundo: “Voy al Chicuco”.
Jesús González ©
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