Los
discos duros de los ordenadores, comparados
con el subconsciente del cerebro humano,
son una zapatilla rusa. Lo digo a cuenta
del último trabajo obligado que para los
miembros del Taller de Escritura
de San Vicente de la Barquera,
nos puso el otro día Rafael. El tema fue
“La Isla”. Mi subconsciente despertó un poquito, y escribí sobre una isla de
Marruecos, que llevaba un montón de años olvidada allá en el disco de mis
neuronas. Y como los recuerdos muchas veces van encadenados unos a otros, al
hablar de Melilla, de mi amigo Ángel y de su familia, afloró en mente la historia de las “papas fritas” que la
madre de Ángel me relató una noche:
A
chiste les va a sonar esto a los jóvenes y no tan jóvenes de hoy en día, pero fueron cosas que lo octogenarios conocimos
como normales en su tiempo, porque las
cosas de entonces eran así. Por ejemplo,
era un escándalo que una mujer fuera a misa sin cubrirse la cabeza con un velo.
Si se moría un familiar cercano, padres,
hijos o hermanos, las mujeres vestían de luto durante un par de años, y los
hombros portaban en la manga derecha de sus chaquetas domingueras una franja
negra. Por supuesto las viudas estaban condenadas a vestir de por vida ropa
negra, si no querían ser el comentario de sus amigas, y el escándalo del resto
de las mujeres… Pues ahora traslademos estas dictaduras medievales al mundo de
los noviazgos: Cualquier roce era pecado; pero todo el mundo se rozaba,
únicamente que había que aparentar que
no. “Los besos no hacen niños,- Predicaban desde los púlpitos.- pero tocan a
vísperas”… Y las mamás, no dejaban salir de su hábitat a sus hijas con sus
novios, si no iban acompañadas de otras parejas, o en su defecto del hermanillo
pequeño que solía ir colgado del brazo de la hermana, lo mismo que si fuera una
cesta.
Esto,
llevado al sur de España, se acentuaba. Vamos, que allí la “enfermedad
conservadora” se hacía más grave, porque
se suponía que al norte llegaban con más facilidad los vientos frescos que
atravesaban los Pirineos, con un aluvión
de turistas francesas que inundando
nuestras playas vestidas únicamente con escandalosos bikinis, empezaban a abrir los ojos a los que
orgullosamente nos considerábamos “reserva
espiritual de Europa”. Si en Andalucía estas cosas eran más graves que en el norte,
calcula lo que sería pasando charco, allá en Melilla, donde se quiera o no se
quiera, los residentes tenían sobre ellos la influencia de costumbres tan
radicales como las musulmanas.
Pues
bien, María que era la madre de mi amigo Ángel, también era la única madre de
toda Melilla que permitió a su segunda hija salir de paseo con su novio sin
tener que llevar ningún tipo de cesta colgada del brazo. Y una noche, mientras
charlábamos después de cenar tumbados en las hamacas de su terraza, me contó la
razón por la que se había convertido en
una madre tan permisiva:
-Verás,
- Me dijo.- cuando María, mi hija mayor se echó novio, sentí la obligación de
vigilarla lo más estrechamente posible, porque esa era la costumbre de todas
las madres de Melilla. Ni a comprar
mixtos al kiosco de enfrente, la dejé salir sola con su novio. Al paseo,
siempre fueron acompañados de amigos, primos, o hermanos. Solos, ¡jamás! Y
cuando volvían del paseo, desde el primer día metí al novio en la casa. Allá, al comedor. Al fondo del comedor, en lo
más lejos, para que hablaran lo que
quisieran sin que nadie se enterara, pero con la puerta abierta de par en par.
¡De par en par! Y yo en la cocina. Guisando lo que hiciera falta guisar, pero
con la puerta de la cocina también abierta de par en par. Teníamos por medio
ese largo pasillo que hay en la casa, pero los tenía a la vista en todo
momento. ¿Y, quieres creer Jesús, que “me la hicieron” mientras le dí vuelta a
unas “papas fritas?” Por eso la pequeña
va y viene sola junto al novio, como va y viene la chilaba junto al moro. La única que
puede cuidarla es ella misma.
Jesús González ©
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