viernes, 22 de noviembre de 2013

LAS PAPAS FRITAS





            Los discos duros  de los ordenadores, comparados con el subconsciente  del cerebro humano, son una zapatilla rusa.  Lo digo a cuenta del último trabajo obligado que para los  miembros del Taller de Escritura  de San Vicente  de la Barquera, nos puso el otro día Rafael.  El tema fue “La Isla”. Mi subconsciente despertó un poquito, y escribí sobre una isla de Marruecos, que llevaba un montón de años olvidada allá en el disco de mis neuronas. Y como los recuerdos muchas veces van encadenados unos a otros, al hablar de Melilla, de mi amigo Ángel y de su familia, afloró en mente  la historia de las “papas fritas” que la madre de Ángel me relató una noche:



            A chiste les va a sonar esto a los jóvenes y no tan jóvenes de hoy en día, pero  fueron cosas que lo octogenarios conocimos como normales en su tiempo, porque  las cosas  de entonces eran así. Por ejemplo, era un escándalo que una mujer fuera a misa sin cubrirse la cabeza con un velo. Si se moría un familiar cercano,  padres, hijos o hermanos, las mujeres vestían de luto durante un par de años, y los hombros portaban en la manga derecha de sus chaquetas domingueras una franja negra. Por supuesto las viudas estaban condenadas a vestir de por vida ropa negra, si no querían ser el comentario de sus amigas, y el escándalo del resto de las mujeres… Pues ahora traslademos estas dictaduras medievales al mundo de los noviazgos: Cualquier roce era pecado; pero todo el mundo se rozaba, únicamente que había que aparentar  que no. “Los besos no hacen niños,- Predicaban desde los púlpitos.- pero tocan a vísperas”… Y las mamás, no dejaban salir de su hábitat a sus hijas con sus novios, si no iban acompañadas de otras parejas, o en su defecto del hermanillo pequeño que solía ir colgado del brazo de la hermana, lo mismo que si fuera una cesta.

                       

            Esto, llevado al sur de España, se acentuaba. Vamos, que allí la “enfermedad conservadora” se hacía más grave,  porque se suponía que al norte llegaban con más facilidad los vientos frescos que atravesaban los Pirineos,  con un aluvión de  turistas francesas que inundando nuestras playas vestidas únicamente con  escandalosos bikinis,  empezaban a abrir los ojos a los que orgullosamente nos considerábamos  “reserva espiritual de Europa”. Si en Andalucía  estas cosas eran más graves que en el norte, calcula lo que sería pasando charco, allá en Melilla, donde se quiera o no se quiera, los residentes tenían sobre ellos la influencia de costumbres tan radicales como las musulmanas.



            Pues bien, María que era la madre de mi amigo Ángel, también era la única madre de toda Melilla que permitió a su segunda hija salir de paseo con su novio sin tener que llevar ningún tipo de cesta colgada del brazo. Y una noche, mientras charlábamos después de cenar tumbados en las hamacas de su terraza, me contó la razón por  la que se había convertido en una madre tan permisiva:



            -Verás, - Me dijo.- cuando María, mi hija mayor se echó novio, sentí la obligación de vigilarla lo más estrechamente posible, porque esa era la costumbre de todas las madres de Melilla.  Ni a comprar mixtos al kiosco de enfrente, la dejé salir sola con su novio. Al paseo, siempre fueron acompañados de amigos, primos, o hermanos. Solos, ¡jamás! Y cuando volvían del paseo, desde el primer día metí al novio en la casa.  Allá, al comedor. Al fondo del comedor, en lo más lejos, para que hablaran  lo que quisieran sin que nadie se enterara, pero con la puerta abierta de par en par. ¡De par en par! Y yo en la cocina. Guisando lo que hiciera falta guisar, pero con la puerta de la cocina también abierta de par en par. Teníamos por medio ese largo pasillo que hay en la casa, pero los tenía a la vista en todo momento. ¿Y, quieres creer Jesús, que “me la hicieron” mientras le dí vuelta a unas “papas fritas?”  Por eso la pequeña va y viene sola  junto al novio,  como va y viene  la chilaba junto al moro. La única que puede cuidarla es ella misma.

             Jesús González ©

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