miércoles, 10 de julio de 2013

LAS ABUELAS DE AQUÉL ENTONCES





             Supongo que salvo el cariño por los nietos. Ese  cariño es tan profundo, y está tan incrustado  en el corazón de cualquier abuela, que ni el paso del tiempo, ni la modernidad arrolladora es capaz de calar tan hondo, como  para poder modificarlo. Salvo eso, las abuelas de aquél entonces nada tienen que ver con las de ahora.

            Para empezar, las abuelas de entonces eran todas iguales. Tenían la misma identidad visual. Eran todas como una sombra negra moviéndose entre las tarteras y los  pucheros de la cocina. Un pañuelo negro que enmarcaba el rostro surcado de arrugas profundas, ocultaba al mismo tiempo  el moño de pelo enrollado que dos largas horquillas sujetaban con firmeza en la nuca.  Faldamentos negros hasta los pies. Una toquilla de lana sobre los hombros si era invierno, y unas zapatillas repasadas en las puntas con el mayor de los primores. Las uñas de las manos largas, (decíamos  entonces que para mejor sacar el tocino del puchero), y las de los pies larguísimas y retorcidas, generalmente  ornadas de una cenefa negra que pregonaba a gritos la falta de agua corriente en las casas. Se cortaban un  par de veces al año si antes no estaba prevista una visita al médico en ciudad, o un raro  viaje  a cualquier sitio cosa que podía sucederla a alguna de ellas una vez en la vida.

            Por alguna razón que ignoro, al rememorar el pasado, las abuelas de mi  pueblo siempre las sitúa mi mente en invierno. Las veo inclinadas  sobre el “llar”, soplando con la precisión de la más suave de las brisas los tizones encendidos, que obedientes al aura dulce de la abuela de turno, inflamaban las “gárabas” recién añadidas al fuego.

            La sal o el pimentón siempre a mano. El puchero cociendo con una lentitud pasmosa, y la vieja levantando  durante la mañana media docena de veces la tapa  para meter la cuchara de madera y probar lo que se guisa. La boca que cata no tiene dientes. La boca no es más que unos labios hundidos y apoyados sobre la  lengua que recibe la prueba, y la impulsa hasta el  experto paladar.

            Dos dientes de ajo sin pelar, porque la piel tiene “su aquello”, se fríen en la escasez  de un valiosísimo riego de aceite.  La punta de la cuchara deja caer la cantidad exacta de pimentón, y el puchero de alubias al recibo de semejante regalo, agradece el gesto  con el palique de un borboteo precipitado y una salva de vapor. Después, de nuevo el lento cocer. La abuela aleja un poco  del fuego  el puchero de porcelana casi siempre color rojo inglés, y deja que dormiten las alubias en cuyo sopor  adquieren la cremosidad deseada. Solas las más de las veces; otras con el añadido de un chorizo o tocino por aquello de cambiar el sabor, o un trozo de calabaza que les daba finura, eran un manjar sobre el plato generalmente desportillado, que la modernidad del butano primero, las ollas rápidas más tarde y la inducción eléctrica después, profanaron para desgracia de nuestros paladares.

            Arrastraba la abuela de entonces el saco lleno de alubias sin desgranar hasta el banco más próximo al “llar”. Unas astillas de roble a la lumbre, y media docena de puñados de alubias sobre el delantal que protegía el regazo. Frente a ella el abuelo con la macona repleta de panojas, y si  la noche  se cerraba en agua y tormenta, hacían un alto en el desgrane para santiguarse la abuela, y exclamar con la misma parsimonia con que abría las vainas de las alubias: “Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás inscrita con papel y agua bendita…” Aquellas  palabras que sonaban a conjuro eran como el certificado de que sobre ellos no habían de caer los rayos, y continuaban desgranando alubias que se amontonaban en el delantal de la vieja, mientras que el abuelo arrancaba de las  panojas  los granos de oro  que se iban precipitando en el fondo de la macona. A su vera crecía  con lentitud  la pila de garojos con los que los críos construíamos torres cuadradas de considerable altura.

            Llegábamos los nietos, y se acabó el quehacer de la abuela. Trepábamos a su regazo y nos envolvía contra el pecho flaco insuflándonos el calor de su humanidad. Nos encogíamos contra aquél ser, y hacíamos esfuerzos para menguar de tamaño y sentirnos más queridos y protegidos, y nos parecían  preciosos aquellos ojos hundidos que solo recuperaban el  brillo a la hora de mirarnos con un amor desbordante, y nos parecía maravillosa aquella boca desdentada que se escondía entre la barbilla y la nariz, de la que salían cien  historias de Ojáncanos  y Anjanas que la mujer susurraba una y mil veces mientras nos íbamos adormeciendo en aquél pozo de deliciosa quietud…

                     Jesús González González ©

No hay comentarios: