Supongo que salvo el cariño por los nietos.
Ese cariño es tan profundo, y está tan
incrustado en el corazón de cualquier
abuela, que ni el paso del tiempo, ni la modernidad arrolladora es capaz de calar
tan hondo, como para poder modificarlo. Salvo
eso, las abuelas de aquél entonces nada tienen que ver con las de ahora.
Para
empezar, las abuelas de entonces eran todas iguales. Tenían la misma identidad
visual. Eran todas como una sombra negra moviéndose entre las tarteras y
los pucheros de la cocina. Un pañuelo
negro que enmarcaba el rostro surcado de arrugas profundas, ocultaba al mismo
tiempo el moño de pelo enrollado que dos
largas horquillas sujetaban con firmeza en la nuca. Faldamentos negros hasta los pies. Una
toquilla de lana sobre los hombros si era invierno, y unas zapatillas repasadas
en las puntas con el mayor de los primores. Las uñas de las manos largas,
(decíamos entonces que para mejor sacar
el tocino del puchero), y las de los pies larguísimas y retorcidas, generalmente ornadas de una cenefa negra que pregonaba a
gritos la falta de agua corriente en las casas. Se cortaban un par de veces al año si antes no estaba
prevista una visita al médico en ciudad, o un raro viaje
a cualquier sitio cosa que podía sucederla a alguna de ellas una vez en
la vida.
Por
alguna razón que ignoro, al rememorar el pasado, las abuelas de mi pueblo siempre las sitúa mi mente en
invierno. Las veo inclinadas sobre el
“llar”, soplando con la precisión de la más suave de las brisas los tizones
encendidos, que obedientes al aura dulce de la abuela de turno, inflamaban las
“gárabas” recién añadidas al fuego.
La
sal o el pimentón siempre a mano. El puchero cociendo con una lentitud pasmosa,
y la vieja levantando durante la mañana
media docena de veces la tapa para meter
la cuchara de madera y probar lo que se guisa. La boca que cata no tiene
dientes. La boca no es más que unos labios hundidos y apoyados sobre la lengua que recibe la prueba, y la impulsa
hasta el experto paladar.
Dos
dientes de ajo sin pelar, porque la piel tiene “su aquello”, se fríen en la
escasez de un valiosísimo riego de
aceite. La punta de la cuchara deja caer
la cantidad exacta de pimentón, y el puchero de alubias al recibo de semejante
regalo, agradece el gesto con el palique
de un borboteo precipitado y una salva de vapor. Después, de nuevo el lento
cocer. La abuela aleja un poco del
fuego el puchero de porcelana casi
siempre color rojo inglés, y deja que dormiten las alubias en cuyo sopor adquieren la cremosidad deseada. Solas las
más de las veces; otras con el añadido de un chorizo o tocino por aquello de
cambiar el sabor, o un trozo de calabaza que les daba finura, eran un manjar
sobre el plato generalmente desportillado, que la modernidad del butano
primero, las ollas rápidas más tarde y la inducción eléctrica después,
profanaron para desgracia de nuestros paladares.
Arrastraba
la abuela de entonces el saco lleno de alubias sin desgranar hasta el banco más
próximo al “llar”. Unas astillas de roble a la lumbre, y media docena de
puñados de alubias sobre el delantal que protegía el regazo. Frente a ella el
abuelo con la macona repleta de panojas, y si
la noche se cerraba en agua y
tormenta, hacían un alto en el desgrane para santiguarse la abuela, y exclamar
con la misma parsimonia con que abría las vainas de las alubias: “Santa Bárbara
bendita, que en el cielo estás inscrita con papel y agua bendita…”
Aquellas palabras que sonaban a conjuro
eran como el certificado de que sobre ellos no habían de caer los rayos, y
continuaban desgranando alubias que se amontonaban en el delantal de la vieja,
mientras que el abuelo arrancaba de las
panojas los granos de oro que se iban precipitando en el fondo de la
macona. A su vera crecía con lentitud la pila de garojos con los que los críos
construíamos torres cuadradas de considerable altura.
Llegábamos
los nietos, y se acabó el quehacer de la abuela. Trepábamos a su regazo y nos
envolvía contra el pecho flaco insuflándonos el calor de su humanidad. Nos
encogíamos contra aquél ser, y hacíamos esfuerzos para menguar de tamaño y
sentirnos más queridos y protegidos, y nos parecían preciosos aquellos ojos hundidos que solo recuperaban
el brillo a la hora de mirarnos con un
amor desbordante, y nos parecía maravillosa aquella boca desdentada que se
escondía entre la barbilla y la nariz, de la que salían cien historias de Ojáncanos y Anjanas que la mujer susurraba una y mil
veces mientras nos íbamos adormeciendo en aquél pozo de deliciosa quietud…
Jesús González González ©
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