jueves, 9 de mayo de 2013

FUGAZ





            El descenso fue fugaz.  Sentí como si se me hubiera desprendido el estómago, y se apoderó de mi el más horrendo de los pavores.  Me arrepentí de mi decisión cuando ya era imposible dar marcha atrás. Bajé  a  velocidad   vertiginosa, y dudé si el viaje era sueño o realidad. El trayecto no me dio opción dilucidar  el tema. Fue fugaz.



            No sé si el constante de pensar en ello modificó  mi carácter, o es que mi natural  era un tanto extraño para los demás, pero hacía algún tiempo que me sentía observado por quienes me rodeaban, como se observa  a un bicho raro.  Nunca lo hacían de frente.  De frente me sonreían, me hacían preguntas vanas, y me daban palmaditas amistosas en los hombros. Cuchicheaban a mis espaldas; murmuraban cosas que yo ignoraba, y me observaban con fingidos gestos  apenados, cuando en realidad se divertían a mi costa.



            Admito que yo siempre fui un tanto taciturno. Me molestaron de continuo  las aglomeraciones, y me desagradaron las conversaciones en grupo. Siempre fui un amante de la soledad, porque la soledad en todo momento respetó  mis pensamientos. La soledad me facilitó el camino de las meditaciones, y jamás  distrajo mi manera de reflexionar.



            Reconozco también que  me obsesionaba frecuentemente con alguno de los temas que mi mente  tomaba para devanar.  Había veces que el devaneo empalmaba día tras día, y con este último tema llevaba semanas trabajando mi pensamiento



             Sentí curiosidad por las nuevas experiencias, y me obsesioné con las  armas de fuego. Frecuenté colecciones de escopetas de caza, de revólveres antiguos y  de pistolas modernas. El primer día que tuve ocasión de acariciar una entre mis manos, me fue imposible evitar el deseo de apoyar  el cañón sobre mi sien derecha, y me atenazó la intriga  de saber si daría  tiempo a sentir alguna sensación en caso de apretar el gatillo.



            Fue entonces cuando me obsesioné con las sensaciones que uno podía encontrar en las  distintas formas  de buscar la muerte.  Paseando por los acantilados y contemplando las  olas  que enfurecidas los azotaban, consideré horrendo y excesivamente prolongado acabar la vida en lucha contra los elementos.



            Dediqué otra tarde de soledad a pisar las maderas que colocadas a través, sostenían las vías del ferrocarril, y salté alegremente de una a otra hasta escuchar el prolongado silbido de una locomotora en la lejanía. Aunque  el impacto sería horrible,  siempre existía la duda de que el golpe  me expulsara sobre la maleza de al lado y la muerte no fuera instantánea. Miembros desmembrados, y huesos triturados junto a sangre manando a borbotones  afearon la imagen que deseché de mi mente.



            La fotografía de un viejo cartel de cine me llenó de añoranza. Era el retrato de Gary Cooper  sobre el fondo de un árbol  con un cordel colgando, y en letras grandes y negras el título que decía: “El árbol del ahorcado”. Fue una de sus  más populares interpretaciones rodada en 1959. Pero tampoco me sedujo. Ni colgado de un árbol, ni del más sofisticado de los patíbulos. La lengua fuera, los ojos desorbitados, y el cuerpo balanceándose   como el péndulo de un reloj de pared, eran imágenes a las que les faltaba el suficiente encanto…



             Sentí necesidad de hablar con el superviviente de un suicidio para preguntarle de sensaciones,  pero los supervivientes que encontré fueron gentes que en realidad nunca quisieron suicidarse. Fueron maridos cornudos que midieron muy bien el corte de sus venas, esperando que a la vista de su sangre la infiel les jurara fidelidad eterna a partir de entonces, o fueron jugadores empedernidos que soñaron inútilmente que tras un lavado de estómago, algún alma caritativa cancelaría sus deudas.

                       

            Yo no estaba cansado de vivir. Tampoco me había sentido deprimido, porque nada me había hastiado hasta el momento. Ni cuerno que yo supiera, ni deudas que me apremiaran. Solo una curiosidad irreprimible por conocer el momento del cambio de  la vida a la muerte.



            Salí a disfrutar del frescor de la mañana. El sol naciente estrellaba sus rayos contra los árboles del parque que tenía a mi izquierda. Un penetrante  olor a hierba verde y  primavera atravesó mi nariz y me hizo daño en el cerebro.



            Volví la mirada a la izquierda y le sorprendí desafiante con sus treinta y cinco pisos de altura. El rascacielos más alto de la ciudad me retaba mirando al cielo, y no lo dudé un momento. Tomé  el ascensor hasta el último piso, y luego treinta y dos peldaños contados uno a uno  hasta la azotea.

           

            El sol alargó mi sombra hasta el borde que se asomaba al parque, y desde allí observé los árboles a vista de pájaro. Abajo, perpendicular a mí, estaba la acera húmeda aún por el rocío de la noche que se fue, y ni un solo viandante.



            No pude resistirme al magnetismo del suelo, ni a la sensación de volar como un pájaro. Me sedujo la soñada sensación de la transición, y me dejé caer en el vacío. Al llegar abajo solo sentí: ¡!Plaffffff….!!


                                      Jesús  González ©

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