El descenso fue fugaz. Sentí como si se me hubiera desprendido el
estómago, y se apoderó de mi el más horrendo de los pavores. Me arrepentí de mi decisión cuando ya era
imposible dar marcha atrás. Bajé a velocidad vertiginosa,
y dudé si el viaje era sueño o realidad. El trayecto no me dio opción
dilucidar el tema. Fue fugaz.
No
sé si el constante de pensar en ello modificó
mi carácter, o es que mi natural
era un tanto extraño para los demás, pero hacía algún tiempo que me sentía
observado por quienes me rodeaban, como se observa a un bicho raro. Nunca lo hacían de frente. De frente me sonreían, me hacían preguntas
vanas, y me daban palmaditas amistosas en los hombros. Cuchicheaban a mis
espaldas; murmuraban cosas que yo ignoraba, y me observaban con fingidos gestos
apenados, cuando en realidad se
divertían a mi costa.
Admito
que yo siempre fui un tanto taciturno. Me molestaron de continuo las aglomeraciones, y me desagradaron las
conversaciones en grupo. Siempre fui un amante de la soledad, porque la soledad
en todo momento respetó mis pensamientos.
La soledad me facilitó el camino de las meditaciones, y jamás distrajo mi manera de reflexionar.
Reconozco
también que me obsesionaba
frecuentemente con alguno de los temas que mi mente tomaba para devanar. Había veces que el devaneo empalmaba día tras
día, y con este último tema llevaba semanas trabajando mi pensamiento
Sentí curiosidad por las nuevas experiencias,
y me obsesioné con las armas de fuego.
Frecuenté colecciones de escopetas de caza, de revólveres antiguos y de pistolas modernas. El primer día que tuve
ocasión de acariciar una entre mis manos, me fue imposible evitar el deseo de
apoyar el cañón sobre mi sien derecha, y
me atenazó la intriga de saber si
daría tiempo a sentir alguna sensación
en caso de apretar el gatillo.
Fue
entonces cuando me obsesioné con las sensaciones que uno podía encontrar en
las distintas formas de buscar la muerte. Paseando por los acantilados y contemplando
las olas
que enfurecidas los azotaban, consideré horrendo y excesivamente
prolongado acabar la vida en lucha contra los elementos.
Dediqué
otra tarde de soledad a pisar las maderas que colocadas a través, sostenían las
vías del ferrocarril, y salté alegremente de una a otra hasta escuchar el
prolongado silbido de una locomotora en la lejanía. Aunque el impacto sería horrible, siempre existía la duda de que el golpe me expulsara sobre la maleza de al lado y la
muerte no fuera instantánea. Miembros desmembrados, y huesos triturados junto a
sangre manando a borbotones afearon la
imagen que deseché de mi mente.
La
fotografía de un viejo cartel de cine me llenó de añoranza. Era el retrato de
Gary Cooper sobre el fondo de un
árbol con un cordel colgando, y en
letras grandes y negras el título que decía: “El árbol del ahorcado”. Fue una
de sus más populares interpretaciones
rodada en 1959. Pero tampoco me sedujo. Ni colgado de un árbol, ni del más
sofisticado de los patíbulos. La lengua fuera, los ojos desorbitados, y el cuerpo
balanceándose como el péndulo de un
reloj de pared, eran imágenes a las que les faltaba el suficiente encanto…
Sentí necesidad de hablar con el superviviente
de un suicidio para preguntarle de sensaciones, pero los supervivientes que encontré fueron
gentes que en realidad nunca quisieron suicidarse. Fueron maridos cornudos que
midieron muy bien el corte de sus venas, esperando que a la vista de su sangre
la infiel les jurara fidelidad eterna a partir de entonces, o fueron jugadores
empedernidos que soñaron inútilmente que tras un lavado de estómago, algún alma
caritativa cancelaría sus deudas.
Yo
no estaba cansado de vivir. Tampoco me había sentido deprimido, porque nada me
había hastiado hasta el momento. Ni cuerno que yo supiera, ni deudas que me
apremiaran. Solo una curiosidad irreprimible por conocer el momento del cambio
de la vida a la muerte.
Salí a disfrutar del frescor de la mañana.
El sol naciente estrellaba sus rayos contra los árboles del parque que tenía a
mi izquierda. Un penetrante olor a
hierba verde y primavera atravesó mi
nariz y me hizo daño en el cerebro.
Volví la mirada a la
izquierda y le sorprendí desafiante con sus treinta y cinco pisos de altura. El
rascacielos más alto de la ciudad me retaba mirando al cielo, y no lo dudé un
momento. Tomé el ascensor hasta el
último piso, y luego treinta y dos peldaños contados uno a uno hasta la azotea.
El sol alargó mi
sombra hasta el borde que se asomaba al parque, y desde allí observé los
árboles a vista de pájaro. Abajo, perpendicular a mí, estaba la acera húmeda
aún por el rocío de la noche que se fue, y ni un solo viandante.
No pude resistirme al
magnetismo del suelo, ni a la sensación de volar como un pájaro. Me sedujo la
soñada sensación de la transición, y me dejé caer en el vacío. Al llegar abajo
solo sentí: ¡!Plaffffff….!!
Jesús
González ©
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