domingo, 24 de febrero de 2013

LLEGÓ EL FRIO





            Tengo unos ciruelos que son unos prematuros natos. Solo a ellos se les ocurre mostrar sus flores a mitad de febrero, y luego pasa esto, que se hielan, y de frutos nada de nada. Pero como la esperanza es lo último que se pierde, espero que después que pase este frío, broten nuevas flores.

            Puede ser que toda la culpa no sea de los ciruelos; a lo mejor la tiene también este cabroncete mes de febrero, que con eso de que alguien dijo que con él, ya toma la sombra el perro, siempre manda unos días soleados y templados, que hacen reverdecer al más adormilado. Y los ciruelos, que están deseosos de anunciar que llegó la primavera, abren cuatro hojas blancas y sonrientes, sin recordar de un año para otro que febrero  ha de hacerles la putada.

            Hace un par de meses planté dos docenas de lechugas que  con la falta de calor, en lugar de crecer, menguaron de tal forma,    que para poder verlas tuve que subir a casa en busca de una lupa que compré hace años para mirar las cosas chicas. (Si, las chicas, que para  ver las grandes ninguna falta hace lupa).  Pues mira, cuando febrero engañó a los ciruelos con esos días templados, engañó también a las lechugas, que enseguida alargaron las diminutas hojas hasta hacerse tan visibles, que los cabrones de los miruellos me las picotearon de tal forma que  las dejaron hechas una lástima. Y por si el picoteo de los miruellos fuera poco, ahora vuelve a paralizarlas febrero con estos fríos.

            La culpa de este frío  la tiene la morena esa de los pelos lacios  que sale en la tele  explicando lo del tiempo. (Que, ¡cuidao que se menea y gesticula la muchacha!, total para decirnos eso, que de repente, la temperatura iba a descender diez grados).  Si no tuviera tan mala idea, diría que la temperatura iba a subir, y subiría. Pues aunque la lluvia no siempre le hace caso, la temperatura le es muy fiel, nunca falla a  lo  que ella dice.

            Yo creo que bajó más de diez grados, pues esta tarde no he visto más que ojos por San Vicente. Las bufandas además de tapar las bocas, tapaban las narices, y los sombreros los llevaba la gente calados hasta las orejas. Algunos decían que tenían los pies como los hielos, y otros soplaban las yemas de los dedos creyendo que así se calentarían.

            De todas formas el frío ahí  le tenemos manteniéndonos encogidos y casi tiritando, aunque tampoco es tanto si tenemos en cuenta el frío que pueda hacer por ejemplo en la meseta.  Y el ejemplo viene a cuento porque en la meseta castellana escuché la mejor definición que se pueda hacer del frío, una vez que regresando en autobús de un viaje a Madrid, este hizo un alto en el camino para que los viajeros aliviaran la presión de sus vejigas. Era, como casi  todas las cosas que yo cuento, cuando aún no existían autovías, ni se habían inventado las “áreas de servicio”.  Era un altozano y soplaba un cierzo húmedo que movía las jaras y las retamas. Los apurados se apearon deprisa, aflojaron esfínteres, y regresaron corriendo. 

            -¿Hace frío? – Preguntó alguno a Santos el de Tadeo.

            -¿Qué si hace frío?  ¡Más que frío! Fíjate que fui a mear, y casi no encuentro con qué hacerlo…

                                               Jesús González ©

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