Tengo
unos ciruelos que son unos prematuros natos. Solo a ellos se les ocurre mostrar
sus flores a mitad de febrero, y luego pasa esto, que se hielan, y de frutos
nada de nada. Pero como la esperanza es lo último que se pierde, espero que después
que pase este frío, broten nuevas flores.
Puede
ser que toda la culpa no sea de los ciruelos; a lo mejor la tiene también este
cabroncete mes de febrero, que con eso de que alguien dijo que con él, ya toma
la sombra el perro, siempre manda unos días soleados y templados, que hacen
reverdecer al más adormilado. Y los ciruelos, que están deseosos de anunciar
que llegó la primavera, abren cuatro hojas blancas y sonrientes, sin recordar
de un año para otro que febrero ha de
hacerles la putada.
Hace
un par de meses planté dos docenas de lechugas que con la falta de calor, en lugar de crecer,
menguaron de tal forma, que para poder verlas tuve que subir a casa en
busca de una lupa que compré hace años para mirar las cosas chicas. (Si, las
chicas, que para ver las grandes ninguna
falta hace lupa). Pues mira, cuando
febrero engañó a los ciruelos con esos días templados, engañó también a las
lechugas, que enseguida alargaron las diminutas hojas hasta hacerse tan
visibles, que los cabrones de los miruellos me las picotearon de tal forma
que las dejaron hechas una lástima. Y
por si el picoteo de los miruellos fuera poco, ahora vuelve a paralizarlas
febrero con estos fríos.
La
culpa de este frío la tiene la morena
esa de los pelos lacios que sale en la
tele explicando lo del tiempo. (Que,
¡cuidao que se menea y gesticula la muchacha!, total para decirnos eso, que de
repente, la temperatura iba a descender diez grados). Si no tuviera tan mala idea, diría que la
temperatura iba a subir, y subiría. Pues aunque la lluvia no siempre le hace
caso, la temperatura le es muy fiel, nunca falla a lo que
ella dice.
Yo
creo que bajó más de diez grados, pues esta tarde no he visto más que ojos por
San Vicente. Las bufandas además de tapar las bocas, tapaban las narices, y los
sombreros los llevaba la gente calados hasta las orejas. Algunos decían que
tenían los pies como los hielos, y otros soplaban las yemas de los dedos
creyendo que así se calentarían.
De
todas formas el frío ahí le tenemos
manteniéndonos encogidos y casi tiritando, aunque tampoco es tanto si tenemos
en cuenta el frío que pueda hacer por ejemplo en la meseta. Y el ejemplo viene a cuento porque en la
meseta castellana escuché la mejor definición que se pueda hacer del frío, una
vez que regresando en autobús de un viaje a Madrid, este hizo un alto en el
camino para que los viajeros aliviaran la presión de sus vejigas. Era, como
casi todas las cosas que yo cuento,
cuando aún no existían autovías, ni se habían inventado las “áreas de servicio”. Era un altozano y soplaba un cierzo húmedo
que movía las jaras y las retamas. Los apurados se apearon deprisa, aflojaron
esfínteres, y regresaron corriendo.
-¿Hace
frío? – Preguntó alguno a Santos el de Tadeo.
-¿Qué
si hace frío? ¡Más que frío! Fíjate que
fui a mear, y casi no encuentro con qué hacerlo…
Jesús
González ©
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