¡Lo
socorrido que es hablar del tiempo! Después de saludar, es el primer recurso al
que todos acudimos cuando nos
encontramos con algún conocido. Y hasta
con desconocidos. “Calor, eh…?” “Se van a
asar hasta los pájaros”. Y si no es tanto, decimos: “Buen día”. “Si, da
gusto”. O “coño, que frío hace”. “Si, anoche debió de helar”. Y como estas,
decimos un sinfín de tonterías más como si nuestro interlocutor fuera
tonto y no notara lo mismo que estamos
notando nosotros.
Bueno,
pues esto es lo que me pasa a mi, cuando quiero escribir algo y no encuentro
tema. Soy tan corto de alcances que no
hago más que echar mano del tiempo, sin pensar que lo que voy a decir ya lo
están viendo los demás, y encima, como lo escrito permanece colgado en
“Susurros”, el lector puede leer sobre
el frío cuando los pájaros se asan de calor, o cagarse en la madre que me parió
si lee de calores mientras se le cae de
frío la moquita.
Como
consecuencia a estas reflexiones decidí escribir hoy sobre lo primero que
viera, y lo primero que vi esta mañana cuando me desperté, fue la
persiana cerrada de la ventana que hay
en la habitación donde duermo. Pero claro, a esas horas yo no pensaba en
escribir. Pensaba en mear según saltara de la cama, para correr después a
calentar en el microondas un vaso de café con leche.
Escribir
sobre lo primero que viera lo decidí bajando al pueblo esta tarde, porque si
escribía sobre el tiempo iba a ser algo parecido a lo que escribí ayer pero con
el frío acentuado, y no me apetecía repetirme. Quiso la casualidad que aparcara
frente a una Inmobiliaria, y de repente inmovilicé el tema.
¿Os
dais cuenta que han desaparecido el
cincuenta por ciento de las inmobiliarias? El cincuenta no; el setenta y cinco
u ochenta por ciento de ellas. Cuando
abundaban parecía que una inmobiliaria era el mejor negocio del siglo. Y si no
era el mejor, tampoco era el peor, porque hay que ver, que hasta colas se hacían
ante alguna de ellas. Y muchos de los que tenían dinero, compraban pisos y chalés
adosados como si los fueran a almacenar, para luego revenderlos por el doble
porque no había mejor inversión que la
que se hacía en ladrillos.
Luego
los bancos cerraron el grifo de los préstamos fáciles, y el panorama
inmobiliario quedó paralizado como la foto fija de una película. Hasta los
“palés” cargados de ladrillos quedaron
colgando de las grúas en multitud de
edificios en construcción.
Y
los negocios inmobiliarios de repente se fueron todos, (o casi), por donde
Caperucita llevaba el cesto. Y
aparecieron en anuncios descomunales de grandes y de amarillos, lo de “Compro
Oro”, que se han extendido más rápidos que las inmobiliarias en sus mejores
tiempos. Pero esto puede ser tema para otro día. Quien sabe…
Jesús
González ©
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