Eran
las tres de la tarde, y en las piedras
de los muros que hay en torno a mi casa se achicharraban las moscas. La
atmósfera pesada, húmeda y pegajosa puso lacias las hojas de unas plantas de
judías verdes, que esta mañana trepaban con alegría enroscadas a los rodrigones
que les coloqué la semana pasada. El resol pesaba más que el plomo. Calma
chicha. Y el calor, aplastaba sin piedad contra el suelo las hierbas de mi
jardín que pugnaban por crecer.
Yo,
como de costumbre, había comido a la una
y cuarto. La verdad es que nunca como mucho, y menos hoy que aún me duraba el
regusto de la tarde de ayer, cuando con un ágape de primerísima calidad
celebramos la clausura del Taller de
Escritura y del Club de Lectura de la Biblioteca Municipal de San Vicente de
la Barquera.
(Hay
que ver como sin uno proponérselo, una cosa te lleva a otra: Titulé este
escrito “El Enjambre”, y estoy hablando de lo bien que lo pasamos ayer tarde,
que muy poco o nada tiene que ver con el
enjambre, y con este coño calor que hoy nos aplana. Pero no tengo más remedio
que hacer este paréntesis, ( ), porque de lo contrario no quedo satisfecho.
Marcos Diez, resultó un tío cojonudo, que diría cualquier persona mal hablada.
Y sus cuentos, o relatos tan interesantes, que a esta hora, (cinco de
la tarde, como en los toros,) ya terminé
de leer su libro.
A
la hora del picoteo, tanto Marcos como Luis Alberto fueron sumamente frugales.
A mi esta gente tan prudente me
fastidian un poco, (o un mucho, según el momento,) pues yo cuando tengo hambre,
y sobre todo, cuando te ponen delante una tentación solo comparada a la Angelina Jolie en braga,
fastidia que otro no coma, porque parece
que es un freno indirecto que te están poniendo. Pero creo que lo superé, y
comí. Después, gracias a Isabel descubrí unas
trufas de chocolate, que se han convertido en un motivo más para ir a
conocer Vitoria, que la conozco.
Y
a la satisfacción de este evento, se sumó la
muy agradable sorpresa de que nos acompañara María, nuestra antigua y
siempre bien recordada bibliotecaria, que se desplazó exprofeso desde Sarón.
Pues
eso, que me había sentado en una butaca que tenemos en la cocina, a reposar la
comida y ver un poco la tele, (poco, porque siempre me quedo dormido a los tres minutos,) cuando mi mujer, que no sé a qué salió de casa con el calor tan tremendo que
hacía, me despertó diciendo que había un enjambre en un árbol de la huerta.
¡La
jodimos, tía Paca! Tan a gusto como yo estaba, ponte ahora un sombrero, (porque
me trata una hematóloga, que me dijo que no
me convenía que me diera el sol en la cara,) sal a la huerta, y trata de
meter todas aquellas abejas en una colmena.
En
la última rama de un caqui, casi a cuatro metros de altura estaba el enjambre.
No suelen ponerse tan alto. Al menos, los que yo he visto, que son unos
cuantos. Solo disponía de un cajón de colmena, sin entrada y sin base donde apoyarle; un
cajón viejo y apolillado, y media docena de cuadros de panales viejos. (Estaba yo como el “masoniego” aquel que
pedía un papel de “jumar” para liar un “cigarrucu”, y cuando se le dieron pidió
tabaco picado para liar en él. Cuando alguno intentó hacerle reconocer que
pedía demasiado, se justificó respondiendo que él, de los artilugios de
“jumar”, no tenía más que los “fucicos”.)
Ahí
me tienes a mi en medio del calor que
hacía vistiendo un mono amarillo chillón que abroché herméticamente hasta el
cuello; calzando unas viejas Katiuskas blancas de goma; cubriendo cara y cabeza
con un artilugio especial para apicultores, y enfundando las manos en unos
guantes de lona.
Con la ayuda de unas maderas improvisé un
tablado sobre el que puse un cajón, y sobre el cajón coloqué el viejo "cajón" de
colmena, para aproximarle lo más cercano
posible al enjambre. Después, con una azada dí un golpe tremendo a la
rama, y la piña de abejas cayó sobre el cajón, sobre el tablado, y sobre mis brazos. A puñados metí
abejas de las que se amontonaban
sobe las tablas, mientras cientos y cientos de ellas giraban en torno a mi
careta buscando un resquicio por donde poder pasar a clavarme su aguijón.
Cuando la mayor parte de ellas estuvo dentro, tapé el cajón. Y me quedé unos
minutos observando como poco a poco iban entrando las demás por un boquete que
previamente había hecho en la madera.
Lo
correcto es esperar que se calmen. Y mientras esperaba me fui
a casa, me quité los guantes, la careta, las botas blancas, el mono
amarillo… Y como en el garaje tengo un baño, me animé: me quité los pantalones
empapados de sudor, la camisa pegajosa, y los calzoncillos que despedían humo.
Me quedaron solo unos pellejos de viejo colgantes y chorreantes de sudor,
que a mi mismo me dio grima al contemplarme. Me duché. Puse ropa limpia, y
volví a comprobar como se portaba el ganado de la colmena..
¡Las
muy putas estaban todas otra vez en aquella rama alta del caqui! Maldije a la
reina, (del enjambre, no a Sofía,) y
volví a vestir el mono amarillo, las botas de goma, la careta de malla, y
los guantes de lona
En la huerta se podía mascar el aire de tan
denso y pegajoso como era. Cuando me acerqué, presentí que todas las abejas me
miraron con cara de mala leche. Lo que no quiero contar es como las miré yo a
ellas. Pero até todas las ramas que me estorbaban para dejar expedito el campo
de actuación, situé el cajón milimétricamente bajo la piña de insectos, y repetí con fuerza
renovada el estacazo en la rama soporte. Se desplomó el enjambre. Una nube
densa de abejas rugía en torno a mi cabeza, cuando considerando que el grueso de
ellas estaba dentro del cajón, puse la tapa, y con unas ramas facilité el
camino para que las que se iban posando, pudieran entrar por la abertura
correspondiente. Les agradecí que empezaran a entrar como corderos. Poco a poco
se iban posando, y una tras otra, lo
mismo que una caravana de camellos caminando por el desierto, subían la duna
que hice con palos, para entrar en la colmena. Las acompañé media hora
contemplando todos sus movimientos, y cuando ya solamente quedaban unas pocas
revoloteando entre las ramas del caqui, di mi trabajo por concluído.
Volví
al garaje, me quité los guantes, la careta, las botas y el mono. Ni me volví a
duchar, mi me miré los pellejos colgantes,
sino que me cambié de ropa y bajé al pueblo donde escribí parte de este
relato.
Cuando
subimos a las nueve y media, cenamos.
Empezando a anochecer, me acerqué
a la colmena, y vi una abeja haciendo tonterías en la entrada La empujé con suavidad hacia adentro, y con
unos trapos taponé los boquetes de entrada para que ninguna pudiera salir, y
así transportarlas tranquilos a su lugar definitivo.
Para
el transporte me ayudó mi mujer. Uno por cada lado agarramos la tabla base, y
lentamente, con mucho cuidado, para que no se alborotaran, la desplazamos unos
diez metros. La posamos con cautela en el lugar elegido, y despacio, muy
despacio, fui quitando el tapón de trapos para que a la mañana siguiente
iniciaran sus vuelos normales.
Según
me levanté al día siguiente, corrí a verlas trabajar. ¡Ni dios, se movía en
aquella colmena! Con sumo cuidado fui levantando la tapa… ¡Estaba vacía! Volví al caqui, y , ¡el enjambre, en la misma
rama!
Pues
lo mismo: Vuelta al mono, a las botas, la careta, los guantes…el cajón, y la
azada. Como sería el estacazo que dí,
que la rama partió de cuajo. Pero
mereció la pena. Esta vez la vi, a ella,
a Sofía. Digo, a la reina. La vi con mis propios ojos entrar en el cajón, y
estuve seguro que esta vez, no se marcharían. Así fue, y hoy viernes lo
confirmo.
Jesús González ©
(Nota:
Observen que en el relato hay varios paéntesis.)
1 comentario:
¡Cachis!, esto de las colmenas y los paréntesis tiene miga de meriendas y tela de despedidas, la miel, nos la pones tú en la boca con cada uno de tus escritos, y eso de los pellejos, creo yo que sean los del vino, que seguramente, los vaciaste de ese líquido espirituoso, (pillín).
Abrazo. Lines
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