PARTE II
Había cierta marejada fuera del rompeolas y los recién nacidos a la mar, lo miraban con asombro. Se decidió salir mar afuera, a pesar de que el barco pesquero tenía apenas doce metros de eslora, bien es verdad que había otros mucho más pequeños, luego la percepción de peligro, estaba exagerada en los neófitos.
El “hombre del abrigo de cuero”, que hasta entonces lucho por mantener el equilibrio, intentando que sus zuecos se aposentaran sobre la madera y así fotografiar con más estabilidad, se pegó a la cubierta entre el palo de proa y la baranda, y, abandonó su cámara fotográfica para agarrarse y soportar el movimiento de las olas y, se aprestó a sentir.
Sintió ser un niño al que embargaba emociones desconocidas, que se agolpaban ante lo que iba a vivir. Miedo no era la palabra, pues si caía lo haría en blando, era otra cosa. Sentía estremecimientos sensoriales y anímicos en toda la extensión de la palabra. Su estómago tenía el mismo desbordamiento que el alma, los ojos se humedecían por el aire y por lágrimas que afloraban, sin querer, de lo interior, el vaivén desmelenaba su sentido del equilibrio tanto, como revolvía el paso del aire su pelo ensortijado y corto.
Sensaciones y escalofríos...
El movimiento hacía ver más grande, aquella mar inmensa que parecía tragar y vomitar desaforadamente a las embarcaciones. Tan pronto estaban cabalgado sobre la cresta de una ola como bajo ella, rodeados de agua por todas las partes. Veía como los enormes barcos, eran engullidos y desaparecían de su vista agónicamente, y ellos, tan pequeños, ¿cómo era que salían a flote de aquel mare magnum que celebraba, a su desbocada manera, la llegada de la Virgen?, ¿cómo es que respiraban al mismo ritmo que los embates del encrespado mar, cada vez más altos y de más duración, casi ahogados, casi tapados por ellas, casi salvados in extremis por la sabiduría de aquel “patrón silencioso” que intentaba domar olas salvajes?
De vez en cuando la mar entraba descarada a lamer sus zuecos y a los viajeros atemorizados por su poder, se apartaban temerosos, sin tener donde, y el agua salía de nuevo hacia la mar de donde procedía, entre los huecos, -invernales-, a nivel de la cubierta.
Los romeros se agarraban con fruición a su vecino en la cubierta, sus rostros palidecían y esperaban ansiosos el momento de volver a puerto, “a donde pisa el buey”, según lo llaman los marineros. También decían que el mejor médico era la Barra, según se van a cercando, va curando miedos y mareos. Hablaban algunos atemorizados viajeros que, el pescado era barato con relación a la mar que estaban “padeciendo”. Los pescadores que cuidaban de la seguridad de todos ellos, sonreían y afirmaban que la mar estaba “bella”.
El “hombre del largo abrigo de cuero”, consiguió aislarse de todo en el aspaviento del poderío de aquel mar Cantábrico, de toda su espuma, de todo y de todos.
La mar y él. El cielo y él.
Y aquella cáscara de nuez que era todo y era nada.
Una ola hizo restallar la madera sacándole de su ensimismamiento y de su libertad interior. Esa libertad le había evitado por unos instantes de la responsabilidad de su familia, de su trabajo, de nada y de todo; “nada es nada” se decía, Ese momento le enseñó que habitualmente, estaba seguro. Dependían totalmente del “patrón silencioso”, en aquel justo momento del viaje, “el mejor del mundo”.
Tan sólo veía agua, pues no recordaba que su cuello podía girar hacia el cielo, parecía estar lacrado en ese único movimiento; buscaba únicamente el horizonte, desaparecido de la faz de la tierra. Oía los gritos de los invitados como si fueran alarmas en funcionamiento, largos, estridentes, ininterrumpidos..., flotaban de mala manera sobre el constante y ruidoso movimiento del mar, amortiguados intermitentemente por los ruidos de la marejada. Le devolvió a la realidad, esas personas que vivían sensaciones primarias de supervivencia, gritando y liberando miedos e indefensión; él, sentía la cercanía de su esposa y la seguridad de que aquel patrón silente, sabría lo que hacía y ese pensamiento, evitaba la sensación desagradable del miedo.
Incluso el potente ploc, ploc, de los pistones del cuidado motor del barco, se desvanecían quedando atrás en aquella naturaleza de agua y de fondos insondables al ojo humano, virulenta y hambrienta de miedos. Sí, la mar parecía disfrutar con múltiples sonrisas producidas por las arremetidas del oleaje, de esos temores que causaba, tantas, como producía en las avezadas tripulaciones de los pesqueros y de los turísticos yates y canoas. Veía las sonrisas de todos, ¡vaya qué si las veía!
Después de una hora, retornaron tras el barco que presidía la procesión para desembarcar la imagen y devolverla a la capilla, donde permanecerá hasta un próximo año de Folía.
Antes de desembarcar, patrón y tripulación del barco donde viajaron, invitaron, por llamarlo de alguna manera, pues no preguntaron, a hacer el más bello recorrido por la ría, en el justo momento de acabar la pleamar y del comienzo mareal de los estuarios del río Escudo y el río Gandarillas. La vista que proporciona aquella posición tan baja, tan sólo dos metros sobre el nivel del mar desde el barco, fue inigualable, aparecía engrandecida y a la vista de los pilares del muelle, se tenía la increíble sensación de que toda la población está apoyada sobre ellos.
El sabía de instantáneas que dejan esa y otras sensaciones fotografiadas por Meneses.
Se diría que estaban viendo las escenas en picado de una película, donde el director mostrase la emoción más pura, la imagen perfecta, la música interior de los latidos de corazón, in crescendo, rayana en lo indescriptible.
Pensó nuestro “hombre del largo abrigo de cuero”, que quizá, flotar como lo hacían hoy en la ría, en calma chicha, retrotraía a la memoria celular de nuestra gestación en el vientre materno, a ese origen acuoso y amniótico del feto. Allí se oirían los sonidos lejanos, posiblemente fueran como el eco que proporciona oír ruidos y el agua, mientras se bucea o, del sordino golpear del mar chocando contra la madera del barco, en un movimiento eternizado, en una inmedible seguridad y paz...
Desembarcaron rellenos de conciliación, henchidos de una historia para recordar en vivencias únicas, esas que se renovarán cada instante en el intento de aprender algo más, desde el interior a lo externo y a otros, para intentar conocerse uno mismo.
Suspiró en largo, tanto como tardó su largo abrigo en desahogar un golpe de aire que lo hinchó. Toda la familia volvió a unirse en una tierra firme, que cuando desembarcaron, parecía moverse como la misma mar.
Se encontraron con un familiar y rompió las palabras, que por fin, habían soltado las lenguas del patrón y del recién enrolado, aunque ya experimentado, pescador de emociones..., aquel ”hombre del largo abrigo de cuero”.
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
13-V-2012
1 comentario:
Muy bonito y "profundo" Beso de los dos.
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