sábado, 12 de mayo de 2012

ESPOLON.



Se encontraba mareado y decidió tomarse un café, el calor le hizo mella. Al poco, salió a la terraza, se sentó y se dejó abandonar, pues su cuerpo se negaba a caminar.

Cuando se encontraba flojo, sentía que estaba desprotegido, aunque hoy, se daría cuenta que eso sería una ventaja.

No se había fijado que empezaban a arreglar la casa, El Espolón. Cuantas veces sintió que podría desplomarse su pétrea y sólida estructura, dejando paso a la vegetación y a las ratas.

Seguía bastante mareado, pero la curiosidad pudo más que la debilidad. Vio como los cerrados eran retirados por los obreros y quedaba libre el acceso a la entrada principal.

Subió con lentitud una de las escaleras, los dieciochescos escalones de piedra, casi todos sanos, eran estrechos y bajos, pulidos en su borde redondeado.

Sintió al subir, la limpieza de un recuerdo que no vivió. Veía como salían los niños a ese patio de acceso de la puerta principal, muy educados y formales, sin bullicio, seriecitos, salvo unos leves empujones entre ellos o las miradas brillantes hacia las encoletadas niñas que caminaban en la tarde, suspirando y oliendo a perfumes de lavanda. Ellos llevarían los calcetines a media pierna y les asomaría el tirachinas bajo la formal vestimenta, para que cuando el hermano cuidador se despistara, cargarse algún gorrión encaramado en los árboles que ahora pertenecen a un hotel de la zona; el inocente pajarillo estaría enamorando a su hembra en los albores de la primavera.

Estaba feliz de no pensar en la época de construcción, de estilo clásico, si era o no de sillería, si los cinco balcones tenían antepechos volados y pétreos, de recio tallado con determinadas medidas, si el escudo era episcopal o no, si el dibujo de la forja de las rejas y balconadas, aportaban solidez a ese gran edificio cuadrangular. Convertían el muro exterior en un bajo banco interior, corrido a lo largo del patio de la entrada, el suelo tenía baldosas pequeñitas talladas en piedra. Las dos escaleras de acceso porfiaban en equilibrar el desnivel de la cuesta donde se elevaba la casona. Posiblemente, en su época, habría un hueco interno para cocinas, despensa o incluso, caballerizas.

Para él era un placer disfrutar de su falta de lucidez para saborear aquellas piedras vetustas y ennegrecidas.

Notaba el eco del patio interior, el paseo entre sus claustros, bajo las clases o el dormitorio y despacho principal, los obligados ángelus matinales, las letanías tras los rosarios y su constante “ora pro nobis” que se elevaba entre las paredes hacia el mismo cielo y que en los días de sur, se transportaba por todo Comillas.

Sí, imaginaba todo aquello sin acordarse del maestro constructor, Bustamante, sin hacer mención al obispo de Lima, sin profesores importantes, etc., solamente él y su sentido de la orientación en la historia, en las personas que estuvieron detrás de aquellas grandes piedras, en el día a día de los pescadores orando en la capilla de Santa Lucia...

Estaba débil y cansado pero, eso le ayudó a vivir plenamente lo que emanaban las piedras, lo que le decían sin más y como acogían la luz las avaras ventanas hacia el interior, deseosas de vida y de fuerza.

Casi recuperado, temió que le llamaran la atención por entrar sin permiso, sin conocimiento; era lo que realmente sucedió, alguien mareado que no tenía noción real y sí de la historia que percibió al tocar aquella inmensa casa.

Cuando mejoró, se avergonzó de su descaro y pudo valorar aquel edificio, una mole que demostraba el deseo religioso de igualar la basta inmensidad de Dios, y que fue el real Seminario Cantabro en 1802.

Pensó que con los años terminaría por enloquecer, si no moría antes a causa de su enfermedad crónica...

Ángeles Sánchez Gandarillas ©
11-V-2012

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