martes, 29 de noviembre de 2011

MONAGUILLO




El eco de las campanas llamando a Misa Mayor había desaparecido. El muchacho apuró hasta el último momento en el Campo de Santamaría, al lado de las compuertas, “comportas” como decía su abuelo. Estaba a la espera de ver las lubinas que solían quedarse en los pozos al bajar la marea. Deseaba volver con las cañas y con su abuelo, ya que éste siempre le contaba historias de antaño.

-Con estos pinos que plantaron, desgraciaron el lugar, hijo, lo descastaron de “tó”.

El abuelo le había enseñado a atrapar los cámbaros y a cavar el fango en la bajamar, así recogían esa gusana tan especial para pescar lubinas.

Podía oír los gorjeos hipnotizantes de las palomas torcaces apostadas en las copas de los pinos, y los ladridos de los perros en la lejanía; desde aquel lugar, veía flotar las gaviotas en la superficie como si fueran barcas ancladas, inmóviles. Lo que más le gustaba era cuando levantaban el vuelo desde el agua. Extendían las alas y las movían con fuerza, cada aleteo dejaba un camino sobre la superficie que desaparecía rápidamente, una especie de cambera liquida por la que solo pasa cada una de ellas. Colgaban de su cuerpo las patas inertes y la cabeza parecía coser el aire con su pico. El agua blanqueaba en cada golpe de las alas, parecían los bordados blancos sobre el embozo de una sábana de tono añilado, de aquel azul que conseguía la abuela cuando ponía en remojo la ropa blanca y que después tendía al aire y al sol.

-¡Ay Dios, llego tarde otra vez!

Subió por la cuesta del “puentucu” que “perdía el culo”, no vio una moñiga y la evitó en el último momento.

-¡Me salvé por un pelo!

Pero, claro, perdió el equilibrio y cayó de bruces contra la orilla embarrada. Tenía las manos como si hubiese cavado todo el fango de la ría a mano. Se limpió contra la hierba con rapidez y siguió, casi ahogado, cuesta arriba hasta llegar a la explanada de la iglesia.

Abrió la puerta con cuidado, caminó con pasos lentos y silenciosos, se coló en la sacristía y abrió el cajón de la cómoda que le pertenecía, aquel mueble era más viejo que sus cuatro abuelos juntos, y se vistió de un golpe la amplísima túnica blanca, olía a la plancha de su abuela y al eucalipto que ponía en el armario. Esperó a que el párroco, Don Damián, se diera la vuelta para hacer la primera lectura en el atril de la izquierda.

Eso le dio tiempo para salir y pegado a la pared, como alma que lleva al diablo, pasó por detrás de sus once compañeros. Pedro le ofreció las campanillas; al ir a recogerlas, vio que sus uñas estaban de luto, un luto que parecía estar allí por todos los difuntos del pueblo; decidió, por una vez, que las tocara él.

Se secó las gotas de sudor de la frente y el flequillo, de pelos pelirrojos tan tiesos y ralos como las púas de un puercoespín, con el mantelito que tenía San Pablo bajo el pedestal y escondió las manos en las amplias mangas. Notó el olor a la menta con la que se limpió las manos y vio con estupor, las huellas de sus pisadas embarradas por el pasillo,  que llegaban a la sacristía y subían por las escalerillas del altar; ¡uf, fijo que me descubren!, hoy no tenía escapatoria. Su madre se enteraría de que volvió solo al Campo Santamaría.

Respiró profundamente y dejó que los párpados le bajaran hasta esa medida, en la que decía Sor Mar, que parecía un angelito.

Mañana, después de clase, iría a la “comporta”, al anochecer, en bajamar, las lubinas se reunían en el pozo grande.

No sabía por qué su madre se preocupaba tanto, su abuelo lo cuidaría desde el cielo. Él le dijo que lo haría y le recomendó que fuera bueno...

Ángeles Sánchez Gandarillas ©
24-XI-2011

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