lunes, 31 de octubre de 2011

EL REDONDO DESTINO.


Paseaba camino de la Atalaya y paré en el local de la asociación musical, a la vez, un centro de actividades culturales y juegos; pregunté por la persona que me interesaba ver y no estaba.

Allí me encontré con la modista y su hijo, que mira por donde, nos acabamos de ver en la plaza de abastos.

-Hola, ¿estáis de ensayo musical?

-No, estamos de visita y pronto nos volveremos a casa.

Estaba cerca de los billares un mocito de unos cinco años, de ojos brillantes e inquietos, medio sonriente; parecía muy seguro de lo que se traía entre manos. Llevaba un taco de billar, que en su mano, parecía una pértiga.

-¿Dónde vas con semejante taco?

-Pues... a jugar, ¿a dónde iba a ir?, ¿quieres jugar tú?

-Vale, ¿a qué jugamos? ¿al billar americano o al francés?

-Al americano.

-¿Ya podrás llegar a la mesa?

- Sí, yo llego y se jugar –dijo convincente-. Coge ese triángulo del poste, es para colocar las bolas en el tapete; -eso lo aseveró como dudando de que yo supiera donde estaba pinada, aunque por ahí andaba la cosa. Cogí la tiza, unté el cuero del taco y miré las 15 bolas de marfil colocadas en forma de triángulo, numeradas, lisas y ralladas; resaltaba la temible bola negra con el número ocho y la blanca de tiro, con la que los jugadores dirigen las demás bolas, en el intento de introducirlas por orden numérico en las 6 troneras.

-Empieza tú, -dijo el niño-. las bolas quedaron sin orden después del primer impacto.

Eso hice y me asombré al comprobar mi pulso templado, acerqué el taco sobre mi pulgar a la bola y después de marcar imaginariamente el efecto que debía llevar la esfera de tiro, la blanca, la asesté un golpe seco. Salió despedida y con bastante acierto... falle el tiro. Sonreí. El niño observaba y también sonreía, me veía como su victima propiciatoria.

El chiquillo calculaba y con el taco, triplicándole su estatura, se dispuso a jugar. Le apoyó y sujetó al borde de madera que circunda el verde tapete con la mano, puesto que le podía el peso del extenso palo y la altura de la mesa de billar. Al impulsarlo se le despegaba la mano y salían ambos a lo alto, dejando tan solo un leve roce sobre la bola de tiro. Le aconsejé que no soltara la mano. Lo hizo en su siguiente turno. Dejó libre el billar y de nuevo tomé la vez.

Me aproximé más a la bola al sujetar el taco y efectué, esta vez sí, un certero golpe hacia la número 1 y la tronera de la izquierda.

-¡Hala!, -me dijo-, ahora tienes dos tiradas.

Al cabo de un buen rato, giré la mirada y lo vi retorcerse de dolor, creo que se dio sin querer con el inmenso taco y no quiso jugar más.

Un muchacho mayor tomó su lugar en el juego y me miró con expresivos y grandes ojos; ahora, yo sabía a ciencia cierta que sería la víctima. Quedaría la derrota en los anales de aquel salón juvenil, sería histórica.

Terminamos el juego, a pesar de mi ignorancia respecto a las reglas, y salí de allí sintiéndome bien y relajada. Caminaba sonriente hacia mi destino, la Atalaya, al encuentro del aire marino, ese que me limpia de tantas historias reales, y lo hace en la misma cantidad que los kilómetros por hora de la velocidad del viento. En los temporales hasta desinfecta los males del alma. Sonrío.

Ángeles Sánchez Gandarillas ©
29-X-2011

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