jueves, 30 de septiembre de 2010

OTOÑO EN SILENCIO


Reposar sosegado en una de las barandillas del muelle, mientras la marea comienza su camino subiendo hacia la ría, es con mucho una delicadeza casi sensual, acompañada de las ondas impulsadas en el agua por el viento, pausadas e interminables; viendo el horizonte que sigue allí lejano, siendo libertad o encierro, según juzguen las miradas atentas de jubilados y paseantes, quietos, silentes, apoyados como yo lo estoy, con los antebrazos sobre las barras del acero brillante, relajando los hombros y oyendo los pasos de alguien, sobre el entablado del pequeño puerto deportivo.

Ese sonido me gusta, retumba sobre el agua, pone la nota real de un tambor marcando la firmeza de cada pisada, la música del tiempo, acompañada de los graznidos de las gaviotas, los chapoteos delicados de los envites producidos por la marea contra los pilares, el baile de las embarcaciones en ballet de movimientos unicordes, rítmicos, ralentizados, producen cierta somnolencia y pesan los párpados, cuesta mantenerlos abiertos ante este paisaje hipnotizante.

Todos respetan a estos espectadores del tiempo y del espacio, nsimismados dando la espalda a las realidades por unos momentos, dejando volar alguna idea o a veces nada, perdiendo la mirada en descanso cerebral, captando solamente el color de los cielos reflejado en la mar, adivinando cada olita minúscula y esperar el lento llenar de la ría.

Mientras el aire incesante se cuela en el cuerpo estremeciendo el alma, ante recuerdos, amores o amigos. Es agradable ser acariciada incansablemente, peinada por ese peluquero descomunal llamado “nordeste”.

Ante nuestros ojos las arenas de playas paridas o amortajadas, cuatro veces cada día, ante la escena de espectros oscuros de los fangos resbaladizos, canales empequeñecidos con restos de algas, el oloroso salitre penetrando hasta dañar, fuerte y salobre.

Los ojos de los puentes muestran sus bocas aburridas, bostezantes, dentados a causa de todos los siglos cumplidos, a la espera de otros tantos, engullendo las nuevas mareas, las chalanas o vomitando la corriente del río Escudo; burlándose de nosotros asomando unas pequeñas lenguas empedradas e indigestas. Los automóviles parecen hormigas de colores, caminando en un ir y venir continuo, sin tropiezos, oyendo algún claxon exacerbado de un camión prepotente, escoltados por las farolas negras, cual si fueran mondadientes a la espera de ser usados por los arcos centenarios.

En las laderas se ven prados pelados al cero por fígaros especializados, con pesadas guadañas motorizadas yendo y viniendo, dejando a la vista las estacas lindantes a modo de pulseras o cadenas; otros han quedado en el olvido de sus dueños, praderas melenudas y desgreñadas. A lo largo de las carreteras de oscuro alquitrán, aparentan volar en su firme, gaviotas con ruedas sobre ese camino asfaltado, dividido en dos por el central limite blanco, resplandeciendo su contraste gracias al postrado sol otoñal.

La lejanía presenta a las oscurecidas bolas que guardan el pasto para los inviernos, como granos enrabietados a punto de soltar la supuración maloliente de esa hierba ensilada, árboles aparentando ser cabelleras hirsutas, agrisadas en la distancia, con los trazos rojizos del otoño amenazante e inevitable, escalonará la belleza taciturna preludiando al invierno. Son refugios de aves invernales, estas dejan sus sombras alargadas y difusas, en la superficie de los pequeños pozos en las bajamares, a la espera de pescar algún incauto pececillo. Llegan otras aves al remanso del “pozo de las ánades” a la salida del rompeolas, reposando a flote del largo vuelo y partiendo de nuevo, rumbo a lugares cálidos.

Las hojas revolotean cercanas a mi espalda, dejando su música cortante contra las aceras y paseos, similar al producido al trenzar ristras de las cebollas rojas o panojas o quizá el crepitar de lumbres bucólicas, calentando las casonas de anchas paredes de piedra.

Septiembre llega con aromas incesantes, colores apasionados, el regusto de la compañía y la llegada de actividades vitalistas. Anima saber que cuando aquí llega esta época un tanto opaca, en otros lugares amanece la primavera precursora de una abundante luz.

El viento incansable despierta a la realidad, escalofriando, dejándo ante la aventura ridícula de preguntarse uno mismo, para saber las respuestas, esas que tememos ya claras, decidir y resolver, siempre…

Ese frescor aligera por rachas mis quimeras, instalándome en el escenario real de este mundo precioso, habitando en la superficie de esa panza planetaria que te deglute, entre tanto contemplas desde ese ácido digestivo de la vida, la raya de ese confín con la alegría de desperezarse, impulsando a volver casi cada día a ese mismo lugar, tras la caseta de la gasolinera portuaria, en el abigarrado bullicio de los locales hosteleros o al otro extremo, los pacíficos y silenciosos mubles, acunándose entre dos aguas a la espera de microscópica comida, transportada por las corrientes.

Vuelvo a la vista con la sorpresa de ese murmullo, mis oídos también descansaban. ¡Soledad y silencio en el corazón de este mundo intempestivo!

La suerte de empezar este nuevo otoño de bohemios coloridos, sorprendiendo, aportando al ambiente, la vida en matices de llamaradas fulgurantes, acompañando románticos paseos silenciosos e incluso, solitarios.



Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
Otoño de 2010

No hay comentarios: