domingo, 22 de agosto de 2010

¡QUÉ CALOR!


Hoy es el día que más calor está haciendo en lo que llevamos del verano. Ayer me di un paseo por la calle que lleva del Castillo a la Iglesia para ver los tinglados que montaron los del Mercado Medieval, y no hago más que pensar en como estará aquél puesto de tartas gigantes y pastelillos de crema. Con el calor, las moscas, el polvo ambiental y los estornudos de tantísimos visitantes, hay que tener timbales para meter aquello en la boca, porque al menos en aquél rato que yo pasé, ni un mal plástico a modo de protección tenían puesto.

Como todos los días que hace bueno, a la una en punto fui a buscar a mi mujer a la playa. Sólo voy a eso, a buscarla. A mi la arena me da dentera, y estar en ella tumbado panza arriba me da grima, de modo que si un día me pierdo, no me busquéis en la playa. ¡Qué calor dentro del coche! Treinta y tantos grados marcaban los termómetros que ví, y digo “tantos” porque de las unidades cada cual marcaba lo que quería. Como además de buen día, hoy es sábado, había en el pueblo un tráfico tremendo. En la rotonda del Puente de la Maza, justo donde está ese monumento no se a quien, pero que mereció haber ganado el primer premio de esculturas horrorosas, me sumergí en un atasco de vehículos que me multiplicó por tres el calor bochornoso. Puse el aire acondicionado cuando conseguí rodar dos metros, y le quité cuando paré otros dos más adelante, porque ese fresco artificial molestaba mi garganta. Anda y para, anda y para…!un cuarto de hora para cruzar el puente!

Y como esto me desesperaba aplaqué mi ira contemplando a la gente de a pié. Jóvenes con la camiseta roja de la selección española de futbol, un montón; vamos, un montón si los amontonamos, que ellos iban separados y cada cual “a su bola”. Una mujer que venía sudando la gota gorda, cargada con dos cosas que no podía evitar, y otras dos que si podía, pero que no le interesó hacerlo. Las que no podía evitar eran la vejez , y la “feúra”, que era más fea que pegarle a un padre. Las que si pudo evitar en su día si se lo hubiera propuesto, el montón de kilos que llevaba encima, (¡Dios mío, que escozor en la entrepierna!), y unas tetas posadas en la barriga, que un buen sujetador anclado en los potentes hombros bien podía colocar a la altura debida por descomunales que fueran sus glándulas mamarias…

Arranca, y para, arranca y vuelve a parar… A mi me parece muy bien que la gente no tenga sentido del ridículo. Voy así porque me gusta, y si la gente se ríe, más grande hace la boca. ¡Pero que no le tenga del decoro! Oye, por mitad del puente un hombre mayor y calvo que igual pesaba cien kilos… En bañador. Al aire una barriga blanca, inflada, lustrosa… Y sobre ella unas tetas colgando que para sí quisieran mocitas de quince años. Pues bien, de repente recordé la barriga y las tetas de la cerda paridera que cuando yo era niño había en el cubil de mi casa. Pero hombre,! por Dios!, espera a llegar a la playa que allí todos los gato son pardos…

Para, arranca, y para otra vez. La verdad hay que decirla. Hacía calor, pero la vista se refrescaba con el verde de los bikinis verdes que recordaban la menta, los bikinis rosa que recordaban las fresas Y las piernas y brazos tostados por el sol de agosto, morenos como el chocolate caliente…

Vuelve a arrancar y para de nuevo, y mira los niños con flotadores, y niñas con sus sombreros, y madres con pantalones blancos ajustándose en los culos, y blusas transparentes y desabrochadas que no se ajustan a nada… Y pañuelos de seda al viento, y gafas de sol en las caras. Y sombrillas, y pamelas y abanicos como en los toros…. Bendito atasco me hizo notar el mundo donde caminaba.


Jesús González González ©
21 agosto de 2010

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ademas de aprovechar lo que ves para escribir,tus ojos aún miran con la picardia de un jovenzuelo.