martes, 31 de agosto de 2010

“POZU”

El “pozu” es como se denomina al mar por aquí a veces, está claro que parece un trato de familiaridad, alimenta a esta población desde tiempos inmemoriales. Así llaman a las minas en Asturias. En la sección de la seguridad social, se señala como “Trabajo Penoso”, igualándolo al de la minería, aún hoy sigue siendo arriesgado, envejeciendo aceleradamente. Tienen la posibilidad de jubilación anticipada, dependiendo de las toneladas del barco donde se enrolaron o singladuras más o menos largas.

Hablaba el otro día con un marinero octogenario, de tiempos en que ese trabajo tenía más esfuerzos y riesgos. Pero es hoy aún, la aventura de cada día de embarque, de cada temporada de pesca, con inviernos crudos o galernas imprevistas; los pronósticos del tiempo en ocasiones hierran y ante la disyuntiva de aprovechar días de trabajo, se hace caso omiso de ellos. Otras veces se ha de capear el temporal, pues la lejanía de la costa, no deja otra opción.

Relacionados siempre con el agua por ser un medio de vida, dada además nuestra vecindad a ese piélago. Este pescador derivó la conversación a tiempos concretos de la guerra civil.

- Tendría yo 6 años cuando embarcados, comenzamos la huída de esa situación de pre-contienda civil.

- ¡Qué miedo pasé!, lloré, me mareé y sumando la que ya tenía, pasé más hambre que un perro de la época; una singladura de dos días y una noche hasta Francia en un barco de carbón, a merced del tiempo y de tanta agua que yo veía sin fin, era verano.

Imagino aquella embarcación llena de personas, de miedos en tentáculos extendidos hacia el riesgo en una mar que no tenía límites, volver ante la guerra o llegar a un país que no sabía si les acogería.

- Al llegar -prosigue-, fuimos trasladados de inmediato desde Arcachon, caminando durante varios días, hasta la frontera española en Cataluña.

- Había precipicios increíbles, se veía un pueblo en un lejano fondo, -quizá fueran parte de las elevaciones del Pigmal o Bastiments, 2.800 metros de altitud-, en el valle se distinguía lo que yo creo podría ser el río Ter, temblaba de miedo… Creo que era Ripoll. Allí estuvimos dos meses repatriados, hasta regresar en tren al “pueblu”.

Con 11 años o así, se enroló en un barco movido con carbón, humeante chimenea y ruido insistente. Se llamaba "Inmaculado Corazón", de 20 toneladas, azul añil. Se proveían de carbón en el puerto de Gijón. De las pilas enormes de mineral en los muelles, algunos de aquellos “proveedores”, lo sustraían para vender. Se pesaba o valoraba por barcas, tantas barcas a tanto. Llenaban las carboneras –donde hoy están los depósitos de gasoil- y lo demás, en cubierta. Esto se pasaba a las bodegas a “cestaos” al regreso, quedando almacenado para ir gastando de ese combustible.

El último barco de carbón fue el “Dios te salve”, de 50 toneladas de carga o arqueo. Algunos barcos tenían abollada las cubierta por la vejez, se llamaba quebranto, cuando es hacia arriba, arrufo; que ya era más viejo que “la Peña del Zapato”.

Sus obligaciones dice que eran las siguientes:

- La 1ª tener miedo, la 2ª marearse y la 3ª llorar. También llamar a los tripulantes, o sea, hacer de despertador errante de casa en casa, a grito pelado en las madrugadas. “¡Fulanito... Hale!”, era el aviso repetido en esas madrugadas; luego en el barco, limpiar, barrer, baldear, en definitiva, “arranchar” o hacer de ayudante de cocina, fregando o pelando patatas para la marmita.

De aquella llevaba una ropa con tantos remiendos que no sé si habría algún pedazo de la prenda original. Sonríe.

Al grumete se le llamaba “chaval”.

Esa repetida comida a bordo con el pescado recién obtenido; con el movimiento del barco adquiere un espesor y sabor diferente, jamás podría igualarlo ni el mejor cocinero terrestre.

- Comprábamos los “víveres”, los encargos desde las bodegas, sí, muchas cosas…

Ese conglomerado de almacenes o bodegas del puerto se llama “tinglado”.

- Íbamos a la mar hasta los domingos, éramos cuatro hermanos de aquella y me correspondía hacer el obligatorio trabajo de ayudar a conseguir alimentos y algo de dinero. Iban a bonito con singladuras de 5 ó 6 días; menos mal que estaba la pesca más cercana a la costa que ahora, pues ese barco era de pequeñas dimensiones. Salíamos a sardina, bocarte o merluza con 2 días a bordo, chicharro, sobre todo el blanco, la escopeta, el de ollao o alguna de las cien especies de esa raza. Se apreciaban poco los pulpos o el pez raya. -Con un guiño dice que la raya es el pez más fácil de dibujar-.

Comenta con ojos brillantes y con cierta tristeza:

- Era más abundante la pesca.

- Trasladábamos el pescado en cestos hasta la venta, que pesaban unos 50 kilos entre dos tripulantes, llegábamos con la lengua afuera. Los de sardina o bocarte eran de 15 kilos, para evitar aplastar esta pesca más delicada. Los bonitos de uno en uno en cadena. La pesca también se sacaba del barco con una grúa de manivela, a fuerza manual, servía igualmente para sacar la caldera, tres o así por cada lado, sudábamos como para llenar otro mar, era el remate de los días de trabajo, agotados o extenuados, no sé.

Otro marinero comentó de una grúa llamada “Shigri Cabrio”, utilizada para el recorrido de la subida por la “rampla” de los barcos al “carro”, lo subían hasta cinco hombres en cada lado de las manivelas, una vez fuera del agua empezaban a reparar, limpiar o pintar. Lo hacían a relevos, tardaban dos horas o más, dependía del peso. Era un armazón de dos raíles con cadenas para arrastrar la embarcación; calzándose el barco por la quilla en los pantoques con tacos de madera, para equilibrarlo y no se moviera durante las reparaciones.

- Para bajar era otra cosa -sonríe-, bajaba a “toda leche”, teníamos que frenarle porque si no, llegaba con el impulso hasta la playa del Rosal, -se ríe a carcajadas- o hasta los mismos pinares en seco. Bramidos y gritos de ánimo para subir o bajar… Y maldiciones en racimos, que a veces enrojecerían hasta el mismo demonio.

En las temporadas invernales de temporales y marejadas de oleajes increíbles, quedaban en puerto, cosiendo redes, reparando, preparando anzuelos y manteniendo la embarcación, también cultivaban huertas en aquellas “jazas” que cedió el ayuntamiento en Villegas.

- Yo iba a la ría a muergos, almejas, calamares, jibias, lenguados, lubinas u otros “pezucos”. Usaban sedales de crin de caballo para pescar a caña o con aparejo, más apreciadas las del macho por estar más limpias. Con eso y lo cultivado, pasábamos aquellas “invernás”. ¡Cómo cambió todo de entonces!... Recuerdo que me operaron una pierna a “cara dura”, siendo un crío, allá en el hospital de Valdecilla.

Enseña una cicatriz impresionante. Se aprecian otras en sus manos, brazos y en la cara, de anzuelos enganchados, cortadas de los sedales tirantes y de cuchillos, pues el zarandeo de los barcos, hacía oscilar la hoja afilada, produciendo cortadas. Desgarros de la piel por dentelladas de congrios o al sacar los anzuelos de las bocas de las merluzas, unos dientes afiladísimos y repartidos en hileras. Aún hoy, este pescador lleva las manos engrasadas y oscuras, de ayudar a reparar el motor del barco familiar. Están deformadas de trabajos acumulados.

Hay mil palabras de su particular idioma marinero o naval, por ejemplo las “chadangadas” –una gran pesca embolsada en la red, viene del nombre de la vara para sujetarla-, el “gorri”,- de gorrino- un surtido de peces estropeados, descuidados y poco valiosos; cuando la pesca era poco valorada o muy abundante, se conseguían precios irrisorios y se denominaba “pa guano” o abono, utilizado para abonar los cultivos o convertido en factorías en harina o piensos.

La “calzoná” -esta se expresaba en tierra o puerto-, solía ser de vino, pues el aspecto del borracho en cuestión asemejaba esa definición, se le caía al pantalón por detrás. Las medidas por brazas (metro ochenta), millas, o a tiro de piedra que ese es más complicado de definir porque, según quien la tire , desde donde y con que fuerza, las redes por “pañadas” y por supuesto, el riesgo más evidente de la mar en aquellas épocas, la aventura de salir sin saber la previsión meteorológica, esperando la entrada por esa barra entre oleajes, buscando "la quedada", evitando el choque del fuerte oleaje, tumbara, hundiera o zozobrara por el viento, con el barco en guiñadas constantes.

¡Cuántos huérfanos y viudas dejó esa peligrosa mar!, aunque estando mal, al menos tuvieron la oportunidad de seguir adelante, los ahogados allí quedaron para siempre, sin oportunidad ninguna. Sucedió hasta en la misma bocana del espigón, a pesar de las maniobras; tripulaciones enteras en galernas como la de 1961. Una vida abocada a la mar como supervivencia, relacionada religiosamente incluso, los miedos y cuentos que partían de ahí, además de ese halo romántico y bellísimo, sin duda que es así pero…

Los ojos de los marineros jubilados tienen en su brillo, un mirar, alejado, como si saliera de sus cuencas, solo, en una mirada persistente, mirando al horizonte, siempre esperando, siempre añorando, recuerdos de 15.000 días de mar, incluida la milicia.

La mar, nuestro mar, sustento, peligro y belleza.


Ángeles Sánchez gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
Agosto de 2010

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