miércoles, 16 de junio de 2010

MI TIERRA, MIS GENTES

Estos días de primavera lluviosa, un tanto oscura, húmeda, me ha llevado hacia los altos de La Acebosa. Me vestí para ese viaje a las tierras de cultivo, abrigada, incluida un pequeño y liviano pañuelo, pues corre un viento propio de un otoño fresco. Se diferencia de este, por las hermosas muestras de ciruelas japonesas, piescos o alubias. Estas asoman en ramilletes de tres hojitas mínimas, tipo cordadas y venosas, un verde brillante, entre los regueros perfectos y lineales, sin otra vegetación; rodeadas de tierra negra y suelta.

Es una sensación casi militar. Sobre ellas pequeñas y redondas gotas de agua, en disposición a caer en esa inclinación natural, recorrían el nervio central, terminando en su punta y final colgando como si fuera un apéndice incoloro, luminoso y con un imperceptible movimiento, producido por la elasticidad del tallo y el bamboleo de las siguientes pizcas de lluvia. Puedes ver cuanto tarda en desplomarse esa bomba inocua -pasa una golondrina en vuelo rasante y rápido, tiene el nido cercano-. Por fin se desprende. Otra emprende el camino hacía ese espacio libre, resbalando por un canalito en ese encurvamiento natural, fruto del aguacero lento y relajante.

Esta vez no he ido por apreciar el paisaje que se distingue desde allí, sino tan solo para recoger unas habas. Son las denominadas dulces, diferentes de las que llaman forrajeras. Son ricas y jugosas, tanto en su más pronta recolección, -se añadían muy picadas antaño a los cocidos con alubias, arroz o incluso en patata guisada- hoy en revueltos con jamón, en purés o menestras, como un ingrediente más. Una vez granada y hermosa, es utilizada en casa para estofarla, según receta de una familiar muy querida, que residió por tiempo en Valencia, Ahí es de uso habitual, incluso en sus paellas famosas.

Al llover tanto estos días, se han convertido, para mi suerte, en granos grandes pero tiernos, lo mejor que he visto en años. Estas plantas son hermafroditas, se valen por si mismas; tienen la altura de una persona. Con los aguaceros, se han postrado y ennegrecido. Aparecen a rebosar con largas vainas, son como acolchadas por dentro; las hojas ya con colores apagados, su verde está desapareciendo y las hojas doblándose sobre si mismas, encogidas.

Una vez recogidas, intentamos retirar el tallo y raíz, pero no es tan fácil como parece, tienen un enganche a la tierra muy extendido, casi tanto como su tallo, así que nos limitamos a romper este, lo más cercano posible a su base enraizada.

Las desgranamos rápidamente, ya tenemos hábito, así es que tardamos unos 10 minutos en conseguir los frutos. Las cáscaras serán comidas por una caterva de conejos enjaulados. Quedaron reducidas a media bolsa de la legumbre en sí, eran 5 calderos llenos. Las manos se van llenando de un tinte oscuro, se mete por todos los poros y las uñas; cuesta quitarlo a pesar del jabón, cepillo y casi lejía pura. La recompensa son los granos brillantes, a falta de retirar la otra piel que los envuelve. Tengo la intención de cocinarlas esta misma noche.

Su sabor es una mezcla de dulzor y acidez, al lado de un huevo frito como guarnición, no más de un par de cucharadas. Son fuertes y condensadas a causa del lento estofado; se tardan en cocinar al menos dos horas.

El tiempo brumoso por la lluvia, no impide ver los incipientes frutos en las ramas de los frutales, algunos en el suelo, esta agua tiene aspectos contrapuestos, alimenta pero el exceso los lleva a caer.

Los mantos o calas, tienen la mitad del tamaño habitual, son preciosas, largas de tallo estilizado, hojas siempre hermosas, verde oscuro, abundantes, creando un ramo desde el suelo, enmarcadas en un prado segado y creando limites a la entrada de la casa.

Limoneros repletos de adornos amarillos y aceitunados, de hojarasca densa; kiwis en flor, lechugas de gran tamaño que se estorbaban unas a otras, berzas, plantas de calabaza y calabacín, todo lo imaginable.

Algo que gusto de ver, las plantas de fresas silvestres o “maetas”, muy bien tratadas, hermosas, sonrosadas.

Llegamos al lugar escogido, después de recorrer tras esta persona de casi ochenta años, habilidosa, saltando muros y equilibrada en desniveles importantes, dejándome atrás, enterrando mi calzado en aquel terreno, maldiciendo mi torpeza de inexperta urbanita, hasta las espinacas. ¡Madre mía!, nunca vi esas hojas tan gruesas y con un color esmeralda opaco, abundantes, saliendo de un macizo exuberante. Retiramos las hojas del tallo, una a una, con cuidado de respetar los brotes de otras, están en el gonce de esa hoja ya madura, arrimadas y a la vez protegiéndose de las inclemencias, hijuelos mínimos, casi imperceptibles, sensibles y tiernos.

Regresamos a la casa, en el interior de la socarreña, estaban pegados al techo, los nidos barrosos de las golondrinas, forma de salvaguardar a los polluelos. Estaban los gatos en movimientos melosos en espera de las cena, runruneos incesantes, mientras comían, puso en mis manos una gatita de tres días, los ojos aún cerrados pues hasta los doce, no les abren, minúscula, guitona por el frío y el miedo. Una preciosidad de cuatro colores, gris, blanco, negro y crema, típico de la raza europea y española.

Una perra de pequeño tamaño, de raza indeterminada, con dos hijos casi tan grandes como ella, preciosos, juguetones. En la finca aledaña, ovejas de toda edad, esquiladas y paciendo serenas. Gallinas, tórtolas alimentadas de los restos de sus comenderos, -dice que le son odiosos sus cantos incesantes-, vacas lecheras, todo sumado da lugar a un vergel inmenso, trabajo y esfuerzos físicos, sin descansos. Con paciencia, esperando buen tiempo y si así no fuera, con el cuerpo cansino, diciendo, ¡Qué le vamos a hacer!, comeremos más de otra cosa. Abnegados; sí, porque ¿para que apurarse si nada cambiará? Han sabido comprenderlo, evitan tensiones.

Ante la vista está un laurel de muchísimos años, con un tronco que no puede ser abarcado, dentro de la zona boscosa, aún se encuentran más gruesos, el laurel es un principio de arbusto.

Sorprende el tronco muerto, hueco y blanquecino, de un “saugu”, devuelve una sensación fantasmagórica, con este tiempo gris; es de un contorno increíble. Una naturaleza que llevada a una pintura, se denominaría sin remedio, “Naturaleza muerta en blanco”

Me atrevo a pedir un poco de aquel perejil sobre la piedra, es muy pequeño pero sabe y huele mejor. Se agachó declinando mi ayuda. Entendí el por qué, cortaba con lentitud de una en una, cada cañita, solamente las maduras, sin tocar las otras, acariciaba de cuando en vez aquel pompón gigantesco, una mata de casi un metro cuadrado, espesa, cuidada. Parecía peinarla con ternura, quizá quise ver una caricia, con unos ojos casi orgullosos ante aquel dechado de verdor. De paso eliminaba corrigüelas enanas y caracolillos insignificantes.

Regresamos por un pasadizo entre piedras, note el olor fuerte de la menta natural, pregunté si podía tomar una rama y con ella, me dieron tres tallos del árbol de la Hierba Luisa, con ese toque de aroma a limón fuerte con mezcla de anís, -eso me pareció-, penetrante, entraba a través de la nariz con fuerza, casi como el olor a cal viva, inmediato. Juntos emanaban aromas intensos, pero delicados. Menta, limón, perejil, un amalgamamiento de olores, llegan juntos, pero se distingue a cada uno por separado.

Quedan junto con unas ramas de laurel ya seco, en el salpicadero del coche, aromatizando el interior, dejando diferentes esencias. Es mantener en el olfato, la parte mejor del campo.

Bajé y encontré a varias personas de mi pueblo natal, están preparando ya la forma de costear la fiesta de la Magdalena. Siempre admiro el empeño de estas gentes, incansables, con esa necesidad de culminar en un festejo variado y entretenido, cada vez se convierte en más local y propio. Quizá este año aumente la cantidad de romeros, debido la crisis económica a nivel mundial, pues se trata de romerías gratuitas. Tienen una forma de ser y una madera especial, poco importa en nombre de que o de quien, el buen resultado es lo válido y perseguible. Es siempre un sobreesfuerzo, sumado al poco de culminar este festejo, en sacar a delante la reflotada fiesta del Recuerdo, en El Hoyo, es pocos días después.

Hay personas que saben de su trabajo, de naturaleza, historia, con habilidades envidiables, trabajadores ilusionados, inteligentes, ocurrentes. La única opción es impregnarse de todos, intentar adquirir algo de su sapiencia, ser humilde y seguir aprendiendo. Alumnos de la vida.

Lo único que se puede hacer es pasar al papel todo esto, dejar en alto su valía y tomar el rumbo a la enseñanza de todos ellos hacia nosotros. Cada vez está más claro cuanto saben, cada vez está más claro que siempre aprendo de “mis gentes y mi tierra”.


Ángeles Sánchez gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
14 de junio de 2010

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