miércoles, 26 de mayo de 2010

RAÍCES

Ayer estuve una hora larga con la boca abierta. El decir dulce y profundo de Raquel Serdio, sus pausas justas y el armonioso movimiento de sus brazos, tuvieron la culpa. Gracias Raquel por cuanto nos dijiste, gracias por mostrarnos los libros artesanos más primorosos del mundo, que contadas personas habrán disfrutado, gracias por la lectura de tus poemas, y gracias finalmente por haber desnudado tu alma. Gracias también a ti Luis Alberto, que nos la trajiste. ¿Crees realmente que merecemos la labor que estás haciendo? No acabo de comprender que de algo tan extraordinario no participen más personas de nuestro pueblo.

Pero no es aquí donde van los tiros que hoy quiero disparar: Raquel habló de un trabajo que hizo sobre las mujeres de Cabuérniga en el que implicó a su madre panderetera y su abuela comadrona, o mejor partera, como se les decía entonces a las que lo eran de oficio. Habló de su padre albarquero, y de la suerte que ella tenía al tenerle aún sobre la tierra a pesar de sus ochenta y un años, y de repente yo me lo até al dedo. Por ley natural, yo tenía que estar ya en el “otro barrio”, que son muchos más los que no llegan a los ochenta, que los que pasamos. Si, Raquel fue la que encendió la mecha de esta reflexión que me hago:

Soy un árbol viejo. Bastante viejo diría yo. Un árbol que floreció hace muchos años, que dio sus frutos cuando debía de darlos, y cuyo tronco empieza a deteriorarse y cada nueva primavera sus hojas renacen con esplendor hartamente menguado. Me quedan, eso si, las raíces ancladas en la tierra profunda, y vive Dios que me aferro a ellas con el mismo entusiasmo de la juventud pujante…

Raquel para su trabajo buceó en lo hondo de sus raíces, y esto me hizo pensar que eso jamás se me había ocurrido hacer a mi. Creo que nunca me paré a pensar quienes fueron mis abuelos, ni recuerdo que alguna vez se me ocurriera preguntar por ellos a mis padres. Solo conocí a mi abuela materna Lorenza, y apenas conservo de ella más que la imagen de una mujer alta y delgada como la del cantar, con la saya negra hasta los pies y una blusa negra también con diminutas flores blancas. Pañuelo negro doblado en pico a la cabeza, y una boca sin dientes, de labios hundidos hasta confundirse con la lengua. Tenía en la barbilla una verruga supongo que en forma de florero porque de ella salían tres pelos largos y vigorosos como los geranios de las macetas de mi madre. Y no se realmente si es recuerdo o que siempre lo supuse, aquella vieja de negro que con frecuencia desgranaba entre sus dedos las cuentas de un rosario, me acogía con un cariño infinito entre las faldas negras de su regazo.

Mi abuela Lorenza era viuda, y yo, por viejos recuerdos sin concierto alguno que me danzan por el subconsciente, supongo que desde muy joven. De mi abuelo sólo se que se llamaba Ceferino, y que anduvo lo más de su vida en negocios de bares y restaurantes en Cádiz donde debió dejar sus huesos porque nunca vi a mi madre llevarle flores al cementerio del pueblo.

Mi abuela paterna se llamó Felisa, y mi abuelo Francisco. Esta sé de seguro que enviudó teniendo cuatro críos que cabían todos juntos debajo de una macona. ¿Sabéis lo que es una macona? Pues eso, cabían los cuatro debajo de ella. Este abuelo mío que también era jándalo, hizo poco más o menos igual que el otro, irse joven de este mundo y dejar el cadáver para sustento de los gusanos andaluces. Seguro que por eso, supe tan poco de ellos.

Caviedes, mi pueblo, fue un pueblo de jándalos y de viudas. Los maridos estaban allá y las mujeres aquí. Cada año venían los hombres unos días de vacaciones, y si el trabajo apuraba mucho pagaban el viaje a las mujeres para que fueran ellas. Pero costase lo que costase, había que hacer el crío de cada año. Los que terminaban poniendo negocio propio se llevaban al fin la familia. Los demás tenían la costumbre de morirse temprano, en la flor de la vida. Decían las malas lenguas, que ya entonces las había, que la mitad de ellos morían sifilíticos y la otra mitad blenorrágicos, porque lo de guardar ausencias era sólo para las mujeres, y aún tenían que pasar muchos años para que se inventara la penicilina…Así que hoy que se me ocurre reflexionar, pienso que mis abuelos murieron como los mejores toreros: en pleno ruedo.

(continuará)

Jesús González González ©
25/05/10

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Jesús:
Me llenaste hoy de vida,
de recuerdos, de raíces
y de abuelas cariñosas.
De personas que se fueron
a los fondas o a las guerras,
Me conmueven tus historias...
Tus poemas mejor dicho,
si amigo, son poemas,
que tus hojas quinceañeras,
reverdecen sin engaños.

Se renuevan y reviven,
y en la risa nos retozan,
en lo serio gran amigo,
se mantienen vigorosas.
La gran suerte que tenemos
de tenerte entre nosotros,
un abuelo o el amigo,
al experto que queremos,
cada día que nos vemos
con auténticas sonrisas.

Hoy quisiera buen amigo
con mil décimas loarte,
pero chico no me entero
si son buenas para darte.
Sólo se que con el alma
me dispongo para honrarte,
un poeta o un prosista,
no te ubico, me despistas.
¿Me perdonas la osadía
de intentar hoy retratarte?

¿Me firmarás un autógrafo? Abrazos. Lines.

Nieves dijo...

Jesús, sabio es el hombre que se asemeja a un árbol.

¿Habrá cosa más hermosa que ver crecer un árbol, las distintas tonalidades de sus hojas, sus flores y el sabor de sus frutos?

Es hermoso leer los diferentes temas que abarcas llenos de color y sabor.

Un placer leerte.

Nieves

Flor dijo...

Jesús cada día de tú vida sirve para emocionarnos y quererte un poco mas,espero que ese continuara con que acabas tu maraviloso relato,nos siga acompañando durantu muchos,muchos años mas,con la boca abierta me has dejado tú a mi,besitos,con todo el gran cariño que has conseguido que sienta por ti.