sábado, 29 de mayo de 2010

RAÍCES (2)


Pero soy consciente de la situación del árbol, y tengo muy claro que por bien ancladas que estén sus raíces cualquier vendaval puede acabar con su vida. Incluso sin llegar a tanto, a estas alturas una simple ventisca “de mala muerte” puede ser suficiente… !Que los años no perdonan!

Poco imagina Raquel Serdio que su visita a nuestro Taller de Escritura dejó algo más que la inquietud por la poesía. Obligó a mi mente a olisquear con afán de sabueso el rastro de mis antepasados, aunque tarde llegué para conseguir curiosos o interesantes descubrimientos.

Se que al menos a Borja, uno de mis siete nietos, le gusta escribir, y pensando que quizás algún día a él se le ocurra seguir relatando la historia de la familia al tiempo que escribe otras cosas, cuento yo esto que a pocos puede importar. Espero que a él si le importe, y por ello retomo el recuerdo de aquellas historias familiares que mis padres contaban en las noches de invierno cuando después de cenar subíamos todos a sentarnos en el fogón en torno a la lumbre encendida, mientras esperábamos a que calentara el agua de aquél perol que luego mi madre había de repartir en tantos canecos como camas hubiera que calentar.

Se echaban entonces gárabas a la lumbre que ardían con alegría y producían llama viva iluminando los rostros de todos y acentuando el color rojo que la borona caliente y la leche de la vaca boja habían dado a nuestros mofletes. Extendíamos al fuego las manos ateridas, y arrimábamos tanto los pies y las rodillas que las piernas quedaban marcadas a fuego con cabrillas que no desaparecerían hasta bien entrada la primavera. Y mientras por delante nos calentábamos hasta abrasarnos, la corriente de aire que el tiro de la chimenea producía enfriaba nuestras espaldas, de tal forma, que de tiempo en tiempo nos daba un estremecimiento como si la misma naturaleza quisiera nivelar la descompensada temperatura de aquellos cuerpos

En aquellas noches contó mi padre como quedó viuda su madre siendo ellos no más que cuatro mocosos de los cuales el mayor medía cuatro palmos, y como al faltar el dinero que de tiempo en tiempo llegaba de Cádiz, la mujer tuvo que agarrarse a la tierra para que se cumpliera la predicción bíblica de ganarás el pan, (aquí era borona,) con el sudor de tu frente. Contaba como una mañana de helada, (y esto creo haberlo contado ya en algún otro escrito,) tuvo que acompañar a su madre hasta el Monte Corona donde el día anterior había rozado un carrau de helechos para mullir las camas de las vacas, y mientras ella cargaba el carro él se ocupaba de que la yunta no se moviera. El monte estaba blanco de la escarcha y él tiritaba de frío, cuando la madre la pregunta.

-Gapitucu, (se llamaba Agapito,) ¿tienes fríu hiju miu?

Y él, para no preocuparla, respondió:

-No señora, no. Es que no se me quieren estar los dientes quietos.

Tenía mi abuela Felisa dos hermanos bien situados en la hostelería gaditana que la ayudaron económicamente a criar los cuatro mozucos, y que andando el tiempo, cuando tuvieron trece o catorce años se los llevaron a trabajar con ellos como chicucos. Pero antes, cuando aún el mayor de ellos, que era mi padre, no había mudado los dientes, le enviaron una cantidad importante de dinero para que la mujer comprara un par de vacas que fueran buenas de leche. Tenía mi abuela un perro pastor alemán que aquella noche la despertó ladrando desaforadamente. La mujer se asustó y temerosamente entreabrió una hoja de madera de su ventana para mirar la calle y percibió moverse la silueta de dos personas. Automáticamente pensó en el dinero que guardaba en el cajón de la mesita de noche, y el corazón se le encogió hasta el punto de sentir que la angustia la ahogaba. Entretanto aumentaban en cantidad y rabia los ladridos del perro en el portal de la casa, y cuando además de los ladridos mi abuela escuchó el rabo del perro restregándose contra la puerta de entrada en desesperada defensa, tomó una decisión: Alto, bien alto para que los de abajo lo oyeran, gritó.

-¡Teodoro, abajo hay gente!.

-¡Levántate de una vez Teodoro, que abajo hay gente!

- O te levantas tu, o me levanto yo. Y coge la escopeta, que en el portal hay forasteros.


Sacó la mujer del armario unas botas fuertes de mi difunto abuelo, se las puso pateó fuerte en las maderas del piso en tanto encendía cerillas y papeles para que iluminaran el interior del dormitorio y pudiera verse desde el corral el resplandor de la luz.

El perro siguió ladrando pero su cola dejó de rozar la puerta de entrada. Cuando los ladridos se oyeron en el corral, entreabrió otra vez la hoja de madera y vió de nuevo las dos siluetas, pero esta vez alejándose deprisa seguidas por el perro enfurecido. A la mañana siguiente en cuanto fue de día cogió sus cuatro hijos y corrió a casa de su hermana Consuelo. Cuando quiso explicarle lo ocurrido aquella noche, mi abuela no tenía voz. Según mi padre no la recuperó hasta el día siguiente.


Jesús González González ©
Mayo 2010

2 comentarios:

Flor dijo...

Jesús cada vez que te leo me haces suspirar con tus palabras,espero que tu nieto haya sacado ese maravilloso don que tu tienes y nos hace pasar tan buenos ratos,besitos.

Anónimo dijo...

Imagino la música atrapada en colores de primavera y tú Jesús, eres el son de las raíces que caminan por mis pensamientos, bailan el ritmo que pertenece al cielo, donde los pájaros caminan por las ramas.Lines