viernes, 30 de abril de 2010

LOS SILENCIOS

Leyendo en un rincón de la biblioteca, justo al lado de la ventana que regala un día claro y hasta caluroso. Sentada en posición oeste, admiro los rayos del sol sobre las enredaderas naturales, tienen rodeada la parte de arriba del alto y fuerte muro, están verdes, resplandecientes casi ostentosas, tan espesas que se me antojaban las plumas del pecho de las gaviotas, movidas apenas por el aire de una suave brisa de nordeste.

Tras este verdor se dibujaba justo enfrente, un naranjo casi desprovisto de hojas, donde sus frutos resaltaban como brasas al sol. Quizá el viejo árbol mantenía fuerza aún para entregar los frutos. Los otros frutales sí que poseían porte verde, salpicados de las frutas agrias, (en valencia se las denominan “bordes”), y casi perennes.

A la vez están saliendo sus flores de azahar, que son, en principio, botones redondeados inmaculados, que entre esas hojas parecen pinceladas impresionistas; aquí y allá, devuelven brochazos blancos, en una maraña luminosa de verdores indescriptibles, adornado por ese sol en la tarde, formando un conjunto sorprendente.

Se veía pasar grupos de visitantes dejados por autobuses llenos de publicidad y colores con matriculas de otros lugares, a veces lejanos, incluidos otros países. Iban protegiendo sus testas con gorros de los modelos más asombrosos ante este tiempo madrugador, a medio camino del verano, inesperado, incluso vigoroso en su ocaso.

Cae en el libro un insecto negro, brillante, parece la hormiga de la madera, pero aún es pequeña.

Intuía la mar azul intensa, pues el cielo tenía ese tono. Reparé en que si me inclinaba tenía a la vista las montañas y montes que rodean este entorno variopinto. La bruma envolvía sus cumbres, las distantes más difuminadas, esta caída de la tarde se presentaba con un toque apacible y lento.

Volví a la lectura de “Inmaculada”, del escritor que hoy nos visita, Enrique Álvarez. Me estaba dejando llevar en ese paseo por la Magdalena, casi conducía el coche en el que viajaban, dando el aire en mi cara y oliendo al salitre del mar tan cercano a toda mi vida.

En el rincón de los pequeños oía el rumor de una casi bebé que experimentaba con libros y cuentos con sonidos. No molesta, tengo grabada esa curiosidad infantil en la memoria, la niñez de mis hijas. Se enfadó por alguna razón, cambió las risas por sollozos y mañas, con cierto teatro demostraba su disgusto con suspiros sonoros y entrecortados, pero sin embargo se entendía perfectamente lo que deseaba y lo deseaba a ultranza.

El silencio volvió de pronto, con los tecleos de la chiquillería internauta. Con siseos y risas ahogada. Ese sonido me pareció que era el tren atravesando llanuras solitarias, en la película de un cine repleto. Al acelerar el tecleo, quise ver a través de la ventanilla del convoy, una manada de búfalos desmandados por una planicie calurosa y polvorienta, entre mugidos acercándose a los pozos de agua o ese río que siempre aparece relacionado por vaqueras dentro del celuloide, el “Colorado River”.

Pero la estampida y el tren llegaron a su fin, de nuevo silencio. El siseo amable casi imperceptible de la bibliotecaria, acercando un lector hasta una determinada zona. Está en labores de sustitución, pero acomete esta labor con interés. Se mueve por el local de existencias impresas con energía, a veces con tanta rapidez que deja una corriente de aire a su paso, hoy agradecida por ese calor inesperado.

Recordaba que en el ascenso a este alto lugar, se puede disfrutar a poco que te vayas girando, el mar, los Picos de Europa aún con nieve en su cima, el parque casi tapado por el espesor de las hojas de las palmeras, el mar otra vez, las calles, edificios, puentes, pueblos lejanos... Sientes que está todo al alcance de tu mano, hasta el cielo parece acercarse. Estas vistas solo son superadas subidos al castillo o en el campanario de la iglesia.

También se ven claramente los tejados de toda la población, tejas rojas algunas descoloridas o partidas, descolocadas, adornando grandes y antiguos edificios. Chimeneas que daban salida al humo de cocinas de carbón, ya que cada casa sacaba al exterior este tubo humeante, dejando en el ambiente olores a madera de diferentes clases, ahora eucalipto seco o garabitos para encender, luego alguna acacia que murió o el carbón penetrando hiriente, que se colaba, aun no queriendo, por la nariz. En ocasiones las cáscaras de castañas y otros frutos secos, dejaban en el aire esa peculiar vida hogareña al amor de la lumbre.

Lo que impactó mi estómago fue ver a personas caminando por esos “paraguas” enrojecidos. Estaban ocupados en mejorar y arreglar todo esa superficie. Mi vértigo crecía por momentos, caminaban como si nada fuera con ellos, sin casco, sin sujeciones o anclajes para asegurar su vida; no lo entiendo, es seguro que no vuelan. Andaban por aquellos desniveles como si tuvieran el poder de menguar una de sus piernas para compensar esa inclinación, cargados con calderos repletos de cascotes, en recorridos sobre cemento liso, aunque sobre las tejas tampoco aumentará la adherencia. Quizá lleven calzado especial, aún así es peligroso.

¡Dios!, pero aún fue peor poner la vista en el fontanero. Estaba con medio cuerpo fuera, sujetando con las manos parte del canalón brillante y dorado, ajustando las bases para afianzarlo al alero, girándose hacia atrás, retomando hasta bruscamente la posición, incluso se asomaba otro poco para echar un vistazo a la parte externa ¡por encima del canalón, en el mismo aire! Mis piernas temblaban, sentí un ligero mareo, decidí en ese momento que ellos sabrían de su seguridad, dando la espalda conseguí retomar el equilibrio y al cabo de un buen rato, se desvaneció algo la imagen. No se borra del todo; sigo poniendo la mano sobre mi boca asombrada cuando me sorprendo recordándolo.

Opté por fijar en los montes la mirada, con la sensación de que sus cumbres estaban a mi altura, ofreciendo verdor en diferentes tonos, arboledas o prados, estos últimos convirtiéndose por el abandono de las labores ganaderas o agrícolas, en boscosos lugares. Cuanto más lejanas se encuentran estas elevaciones, adquiriendo en aumento tonalidades agrisadas o claras, casi fantasmales, ayudados por una bruma rala que se adueña del paisaje.

Parecen los humos agrisados que se forman sobre las grandes chimeneas de algunas fábricas; la falta de aire confiere a estas humaredas formas algodonosas, quietas, creando incluso figuras montañosas enmarcadas en gris.

Distingo caminos, callejas o pistas, son cicatrices que ensenderan a cazadores, caminantes o lugareños para llegar a sus destinos, invernales o ganados.

Solo de pensarlo, regresan a mi nariz los aromas de esos lugares, olores que llegan con fuerza de campos recién abonados, otros mucho más delicados de flores silvestres casi fosforescentes, o eucaliptos, hierba tierna crecida con este tiempo de lluvia…

Oír los silencios que contentan la necesaria soledad. Es un silencio atestado de sonidos, recogiendo el cantar de grillos y aves, ladridos de perros, motores lejanos, silbidos, es un enmudecimiento engañoso, en esa inmensidad protege tus necesidades de aislamiento, ni siquiera tus compañeros de paseo acaban con esta sensación, es liberar la paz en tu interior.

La misma sensación de la biblioteca, cualquier ruido es diferente de lo habitual, por tanto es el silencio de lo que se vive cada día., no existen teléfonos, vecinos, “mamáses”, estás entre una ventana al exterior y rodeada por libros conteniendo hojas que no caducan…y a veces con una lluvia interior de asustadas hormigas que caen de las altas vigas.

Es otro lugar feliz, tiene todo lo necesario, incluido el silencio.

Con la compañía de la tarde en declive, veo como emprenden la bajada hasta el puente grupos de personas, esta vez las conozco a todas. Regresan del acompañamiento del viaje eterno de un conocido…

Vuelvo a mi lectura, de pronto las páginas han tomado tonos crudos, tristes y avejentados.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
28 de abril de 2010

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué bonito, Lines! La verdad es que has descrito de maravilla como es una tarde en la Biblioteca. Gracias.
Cris

Anónimo dijo...

Hay silencios que hacen eco en la memoria....
Mucha quietud en tus letras,disfruté de ellas, en la placides de tu escrito.

un abrazo!

V