
Estoy en mitad de un prado; a pocos kilómetros he dejado el mar y me dispongo a pasar un domingo diferente, de relax y sin sonidos estridentes alrededor. Me rodean campos inmensos con un verdor luminoso, a la derecha hay una pequeña montaña y en su ladera descansan árboles y plantas y un enorme eucaliptal, un poco mas abajo, en un prado cercano, veo unas pacas de hierba ya secas, que esperan apiladas ser recogidas para pasto de animales; debajo hay un pequeño río que aunque no lo diviso se que está ahí, pues he mojado muchas veces mis pies en sus frescas aguas.
Sentada bajo uno de los árboles me he puesto a escribir. Una ligera brisa mece sus hojas y me refresca en este caluroso domingo. Hemos comido bajo la sombra de otro árbol, este es mucho mas grande y frondoso y nos alberga durante la comida; ahora los demás toman café y charlan de sus cosas durante la sobremesa. Un poco mas apartada oigo los comentarios y sigo escribiendo. Durante unos instantes se han quedado todos callados y solo se oye el trinar de algún pájaro y a lo lejos el ladrido de un perro. Levanto la vista y me recreo en el silencio, respiro profundamente y ese olor a campo penetra hasta lo mas hondo de mi alma.
Unas nubes blancas se acercan a la cima de la montaña, como si quisieran protegerla del sol, y adornan su pico a modo de sombrero. En la mesa se vuelven a oír las voces de los que disfrutan del café, por un momento entro en un leve sopor agradable que hace que caiga de mis manos lo que estaba escribiendo y con sobresalto me despierto; a mi lado están ellas sentadas, bajo el árbol, con sus cabellos irisados y los surcos de su rostro oscurecidos por la sombra; conversan en voz baja y una y otra vez repiten sus historias vividas en aquellos “años” y preguntan que hora es; para ellas las horas pasan despacio y el lugar en el que están les parece diferente, a
pesar de ser el mismo de siempre, sus manos arrugadas tienen marcado el paso de los años y reposan en sus regazos un poco deformadas de todo lo que han trabajado.
A ratos se adormecen también y cabecean unos instantes, sobresaltadas despiertan, miran a su alrededor y vuelven a preguntar la hora, ahora cogidas del brazo se levantan y dan un pequeño paseo alrededor del arbol, lentamente y arrastrando los pies, se cuentan sus achaques y dolencias y evocan los años en que estaban bien, entre las dos suman ciento setenta y ocho años vividos entre fatigas y penas de aquel pasado que les tocó, y que hoy, bajo la sombra del árbol, han vuelto a revivir. Las dos vuelven a sentarse y reposan de nuevo.
El sol ya va escondiéndose poco a poco y este domingo se acaba bajo la sombra de un árbol.
Flor Martínez Salces ©
26-Julio-2009
Sentada bajo uno de los árboles me he puesto a escribir. Una ligera brisa mece sus hojas y me refresca en este caluroso domingo. Hemos comido bajo la sombra de otro árbol, este es mucho mas grande y frondoso y nos alberga durante la comida; ahora los demás toman café y charlan de sus cosas durante la sobremesa. Un poco mas apartada oigo los comentarios y sigo escribiendo. Durante unos instantes se han quedado todos callados y solo se oye el trinar de algún pájaro y a lo lejos el ladrido de un perro. Levanto la vista y me recreo en el silencio, respiro profundamente y ese olor a campo penetra hasta lo mas hondo de mi alma.
Unas nubes blancas se acercan a la cima de la montaña, como si quisieran protegerla del sol, y adornan su pico a modo de sombrero. En la mesa se vuelven a oír las voces de los que disfrutan del café, por un momento entro en un leve sopor agradable que hace que caiga de mis manos lo que estaba escribiendo y con sobresalto me despierto; a mi lado están ellas sentadas, bajo el árbol, con sus cabellos irisados y los surcos de su rostro oscurecidos por la sombra; conversan en voz baja y una y otra vez repiten sus historias vividas en aquellos “años” y preguntan que hora es; para ellas las horas pasan despacio y el lugar en el que están les parece diferente, a
pesar de ser el mismo de siempre, sus manos arrugadas tienen marcado el paso de los años y reposan en sus regazos un poco deformadas de todo lo que han trabajado.
A ratos se adormecen también y cabecean unos instantes, sobresaltadas despiertan, miran a su alrededor y vuelven a preguntar la hora, ahora cogidas del brazo se levantan y dan un pequeño paseo alrededor del arbol, lentamente y arrastrando los pies, se cuentan sus achaques y dolencias y evocan los años en que estaban bien, entre las dos suman ciento setenta y ocho años vividos entre fatigas y penas de aquel pasado que les tocó, y que hoy, bajo la sombra del árbol, han vuelto a revivir. Las dos vuelven a sentarse y reposan de nuevo.
El sol ya va escondiéndose poco a poco y este domingo se acaba bajo la sombra de un árbol.
Flor Martínez Salces ©
26-Julio-2009
1 comentario:
Flor,Flor, esta prosa es algo especial, ha de leerse despacio, le has puesto observación y sentimiento en grande, bravo mozuca, una traca de felicitación. Lines
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