domingo, 21 de noviembre de 2010

VILLA DEL MAR





I

¡Cuánto tiempo hace que no paso a ver la casona!, creo que siempre ha estado presente en mi vida, al menos desde que la pandilla comenzamos a la escuela; María la dueña de la casa nos recibía en su hogar de continuo. Estaba llena de libros y de cuentos. En la tardes de primavera teníamos la posibilidad de sentarnos en aquel jardín al salir de clase, nuestros padres nos daban permiso y nos añadían una bolsa de tela con la merienda. La mayoría teníamos fincas con árboles frutales y sembrados, así que cada poco llenábamos una banasta pequeñita con productos para María.

Cada semana un niño. Teníamos cierta competición para ver quien lo adornaba más llamativo. Cuando era la época de las cerezas, le poníamos unas hojas cubriéndolas y encima el racimo de cerezas más grandes y maduras, para ello buscábamos en los cerezos incansablemente para conseguir el mejor (mis padres nos reñían, ya que subíamos a los árboles a buscarlas, solían estar en lo más peligroso). Recuerdo que alrededor del cesto, entre los huecos de mimbre colocaba flores blancas que aumentaba por el contraste, el color de las cerezas.

Otras veces eran las primeras patatas, escogíamos las que tuvieran formas complicadas o las más grandes. Recuerdo que Andrés consiguió una que pesaba un kilo, para ello ayudó en la recolecta durante siete días. Le dolieron los riñones bastante tiempo y caminaba un poco inclinado. ¡Qué patata!, la salían como brazos por los lados, gorditos y levantados, otro dos le habían nacido juntos por debajo y la aguantaban en pie, luego con un poco de imaginación y después de lavarla la pintó ojos y boca. La verdad que la cabeza estaba sin cuello, la llamábamos “la patata que le daba igual todo” por ese gesto como indiferente. María la mantuvo encima de un platito hasta el invierno.

En una ocasión, conseguí un manojo de limones perfecto, eran cuatro redondos, lisos y amarillos, tan pegados que pensé que eran uno solo, pero no, eran cuatro. Estaban en el extremo de una rama exterior del limonero, tapados por las hojas de arriba; brillaban como las estrellas en las noches de sur. Por la prisa en cogerlos rompí mal la ramita y quedó rasgada, pero no me importó, todavía daba la impresión de ser más bonito, parecía una gota resbalando por ella.

Fueron esos años en que la vida enseña constantemente, despiertas a momentos increíbles, al primer amor de aquel amigo, Alfredo, estaba lleno de granos, pero a mi me parecían preciosos; volcanes supurantes algunos, otros colocados graciosamente sobre la nariz o quizá aquel que tenía constantemente rojo al lado de su bigote incipiente, negreaba y me hacía sentir que era el más mayor de todos, su voz tenía ya señales inequívocas de ser en un futuro una voz seria y potente, sin embargo es verdad, que se le oían “gallos” de continuo, pero ¡qué granos y que manera de hablar, cuanto me gustaba y el aparato brillante para los dientes, era precioso!

Al crecer, fuimos alargando las visitas limitándolas a las vacaciones de verano, ella nos recibía igual que siempre, al crecer los libros fueron más serios y algunos que creíamos prohibidos. Ella decía que para saber si eran buenos, había que leerlos y luego podríamos decidir si eran a desechar.

Había cada vez más libros allí, era una lectora extraordinaria.

He sabido que la casa está en venta, pues María falleció hace aproximadamente un mes; estaba en un viaje y no me enteré. Sé que los que fueron servidumbre están a la espera de que los dueños decidan si vender la casa o si no hay buen precio, conservarla como museo y biblioteca privada. Hasta que eso ocurra, se encuentran a la espera. Son ya mayores y se quedaron a pesar de estar jubilados, se habían convertido en amigos de María, compartían todo en aquella casona grande, incluso la soledad.

Me acerqué y toqué aquella campana de bronce con la misma contraseña de cuando éramos críos. La puerta se abrió poco a poco y vi la sonrisa más grande que recuerdo, desdentada pero feliz.

II

-Te estaba esperando -me dijo-, supe de tu llegada al pueblo por Damián que fue a hacer la compra ayer y hablasteis. Damián habla solo por casa, así que nos enteramos de todo lo que pasa por el pueblo.

Me sentí abrazada y recibida por aquel calor de hogar, ahora calentado por radiadores eléctricos.

Sabía perfectamente a donde ir, no hizo falta que me acompañara; entré en la biblioteca a rebosar de libros, yo buscaba aquella cesta que siempre estuvo encima de la mesa, sí, allí estaba aún la ramita con las hojas secas de aquellos cuatro limones. Suspiré y casi se me escaparon las lágrimas.

Vi las maderas de roble en las contraventanas inmensas, cuarteadas y resecas como la piel centenaria que me recibió a la puerta. Intenté abrir los visillos pero se habían trabado.

-No lo intentes -dijo-, se trabaron en los canutillos hace unos pocos días y ahora parece verse la calle como si tuviéramos cataratas. Desde que María se fue, parece que todo se estropea más deprisa.

Creí ver unas lágrimas.

-¿Quieres que subamos arriba?, hay una cosa para ti, dejó unos paquetes para cada uno de vosotros, os lo había prometido, tiene el nombre escrito con aquella letra preciosa que os enseñó para que encabezarais los trabajos del “cole”, ¿te acuerdas de la promesa?

-Sí, me acuerdo perfectamente.

Subimos por los escalones quejosos de aquella escalera de madera anchísima al segundo piso, se movían las barandas y los ventanales estaban estropeados y sucios. Algunos cuadros grandes habían desaparecido.

-Verás, este piso hace mucho que no le usamos, cerramos la puerta de la entrada al pasillo hace como diez años, era demasiado grande esta casa, sobraba espacio.

Abrí la puerta altísima que hacía juego con los techos, las ventanas e incluso la chimenea, hoy inutilizada y con ese color ennegrecido del humo, oscura, con los hierros para atizar el fuego en aquel recipiente grande de metal. Recuerdo que ayudábamos a llevar la ceniza al jardín para abonar con un caldero de metal. Allí estaba mi paquete. A pesar del plástico, se entreveían aquellas letras en tinta roja y mi nombre como jamás volveré a verlo, primorosamente escrito. Ponía “A mi querida Blanca”. No había ni más cartas ni más escritos, solamente eso. Sentí por dentro un terremoto, sabía ya cual era mi regalo. El primer libro que escribí en aquella libreta de páginas rayadas y que ella guardó diciéndome.

-“Te lo devolveré cuando seas mayor -me dijo muy seria-, para que lo lean otros niños”.

Guardé aquel escrito infantil para leérselo a mis hijos, miré la dedicatoria escrita en el antiguo papel de estraza recortado en ondas, “A mi amiga María, la que mejor juega al escondite”, se me escaparon las lágrimas. Ya ni me acordaba de lo que escribí entonces. No recordaba siquiera el título, creo que era “Miguel soñó…”

Bajé y me dirigí a aquella gran cocina para despedirme de todos, pues se disponían ya a comer en aquella vieja mesa de roble. Estaba aún la estufa redonda de carbón, negra, con adornos en los tiradores de bronce, brillantes y pulidos, como siempre; las alacenas con cristales y los sillones de mimbre que usábamos de críos, apilados colocados en el rincón de leer los relatos de miedo en invierno, oyendo los silbidos del viento que pasaban bajo la puerta de la despensa.

Me iba a despedir pero antes la pregunté por su nombre real, nunca supimos el día de tu cumpleaños, sólo sabíamos que eras mayor que María.

-Verás, tengo cien años ya, mi nombre estaba puesto al lado del buzón de correos pero se desprendió antes de que vosotros llegarais por aquí, siempre estuvo colgada en el recibidor, ¿te acuerdas de aquel recuadro de pino claro?

-¡Ah sí!, creíamos que era un adorno o un recuerdo.

-No, era mi nombre. Me llamo Villa del Mar número 7 y soy la casa que te recibirá siempre con las puertas abiertas.

Salí de allí con la convicción de haber hablado realmente con aquella casona de puertas y ventanas envejecidas. Cuando niños nos parecía una inmensa cara bonachona y su chimenea era el cigarrillo imperturbable de la casa fumadora que siempre fue; sus tejas eran el pelo pelirrojo y sus paredes blancas, la piel de una monjita de clausura, como aquella Teresa de Jesús cuya biografía leíamos en la clase de religión de quinto curso.

Miré atrás por última vez y guardé el paquete con mi libro en la bolsa de tela; lo guardó todo el tiempo, la casa lo sabía, yo lo sabía. Siento que se rompe un vínculo con el pasado.

Hay que volver a la realidad y a fe que es bella, está llena de buenos recuerdos.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
18 de noviembre de 2010

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