jueves, 18 de noviembre de 2010

LA CASONA DE TUDANCA


Comenzamos este viaje hacia el interior desde la costa entre paisajes envolventes; arboledas enmarcadas sobre el fondo verde oscuro del sotobosque donde los encinares, robles, hayas, algunos olmos alargados desprendiendo hojas doradas en su obligado quehacer otoñal, o tramos con las claras copas de sauces cercanos a los riveras de las corrientes del Nansa encauzado entre laderas montañosas y precipitado al fondo imposible de ver por la frondosidad arbórea. Subimos lentamente a bordo del autobús con dificultades, por esta carretera serpenteante, agreste y estrecha, salvando las estrecheces escarbadas en las montañas en alucinantes y escalofriantes precipicios.

Un camino que tenía como dueño a rebaños las autóctonas vacas tudancas, gris oscuro contrastando con los cuernos claros, extensos y amenazantes, regresando de sus pastos de la época cálida en los prados y montes comunales, tornando a los refugios de los poblados hasta pasar el invierno, acompañadas por las moscas que toman la población como un entrenado batallón alado, sumándose a este día de viento sur enfriado por las nieves madrugadoras en lo más alto de las cumbres montañosas. Se ven sorprendidos al paso del vehículo silencioso gracias a la pericia del chofer, pues el campaneo y el sonido de sus cascos en el asfalto impide oír otra cosa, a tanto que hasta el ganadero también se asombró al notar a su lado el vehículo.

Los animales ignoraban esa mole de ruedas con miradas de ojos inmensos e indiferentes, el movimiento incesante de su rumiar y el movimiento de las orejas a manera de antes móviles, a ese paciente caminar aceptado por el ganadero que las acompaña, sin prisa y con la posibilidad del relajo, dejar la mente escapar en un bienestar incompatible con la angustiada vida de hoy. El tiempo parece haber parado ante el cristal que impide oír, palpar u oler lo que vemos.

Divisamos Tudanca emplazado en una hondonada natural, buscando sus edificaciones la entrada al sur, cumplidas paredes empedradas, tejados a dos aguas perfectamente arreglados y balcones corridos, lo que fueran pajares, “socarreñas o cuadronas reformadas y adaptadas al nuevo estilo de vida, “conservadores de altura” que siguen proporcionando ese aspecto de las casonas de antaño. De vez en cuando destacan en la zona azotes estéticos de construcciones modernas.

Al apearnos se retoma suelo y se advierten los aromas naturales; estirar los músculos de ese algo de tensión ante los despeñaderos, envueltos en rachas de viento sur entrando en el silencio que libera y atenaza, recuerdos en nuestra procedencia con un algo de genético. Pero primaba el desasosiego por visitar la Casona Museo de Tudanca, cuyo propietario José Mª de Cossío donó a la Diputación de Cantabria para su conservación, se distingue entre todas las demás por su empaque y tamaño.

Al llegar al pasadizo bajo ella, podemos ver el primero y más sencillo de los escudos en lo alto, anunciaba ya que seremos sorprendidos desde afuera también. En su portalada al norte y cerrada, sostiene a la izquierda de la entrada un escudo barroco, es la pared más cercana al túnel que discurre bajo la construcción permitiendo el antiguo paso del camino empedrado, -así consiguieron el permiso de construcción-, en ese pasadizo un apero de un entramado en troncos triangular que antaño permitió transportar por arrastre la hierba, debido a la dificultad del relieve montañoso de los campos, lo sujetaban con enramados de avellano flexibles juntos y retorcidos. Ahora su vista endurecida y gruesa, hace imaginar maromas por ese aspecto tan voluminoso y fuerte.

En el interior, a la derecha, otro gran escudo en de nogal en talla preciosista, si es de una sola pieza aumentará el valor de ese trabajo artístico; bajo él está la fuerte puerta a la capilla que se abre por medio de su antigua llave de hierro, apareciendo ante nuestros ojos el dorado retablo barroco, en su centro la virgen de Cocharcas venerada en ese pueblo peruano.

Sorprende la Dolorosa vestida con un manto del capote de paseo del torero José Gómez “el Gallito”; posee un coro rústico que tiene entrada por la casa. Pinturas, muebles robustos, casullas ricamente bordadas, complementos religiosos en plata, reclinatorios y cualquier cosa existente en otras de más tamaño, incluido un botafumeiro colgando bajo el centro del antepecho del coro. Sorprende el segundo piso de las pequeñas columnas salomónicas. Aún mínima, sería preciso un buen rato para disfrutar de toda esa belleza artística, con la ventaja añadida de estar cercana a la vista y a la observación del detalle.

Y al fin lo más esperado, entramos a la casa, dejando atrás unas puertas en grueso roble y con barrotes redondeados y suaves cubriendo los huecos al aire. Se llega a la sala exposición de documentos valiosísimos e inasequibles, joyas culturales y étnicas irrepetibles.

Por ejemplo los manuscritos originales de la obra “El Rayo que no cesa” de Hernández, quizá escrito con las primeras máquinas de escribir Olivetti Underwood o Rémington en tinta azul y negra.Underwood Epistolarios de los amigos de Cossío encuadernados por él mismo, libros de primeras ediciones, dedicatorias de importantes escritores que incluso convivieron temporadas en esa casa de Tudanca, Lorca, Alberti, Hernández, Gerardo Diego o toreros como el que fuera después dramaturgo Ignacio Sánchez Mejías; es mareante observar los escritos de puño y letra entre otros de Hernández, utiliza letra vertical muy legible, difiere del tipo de escritura inclinada denominada inglesa, indica incluso en este aspecto su tendencia a la innovación.

Librerías inmensas, tomos de todos los géneros, incunables de hasta cuatro siglos, miles y miles de ellos. Vemos la enciclopedia escrita por Cossío del tratado y estudio de la tauromaquia, creación que aún no ha sido superada por ningún otro estudio o investigación sobre el tema. Encuadernaciones en rústica, bibliografías indescriptibles, bien conservadas o libros estéticamente desiguales. Tan solo leer los 25.000 títulos llevaría meses. Solamente por haber pertenecido a José Mª de Cossío, ya tiene valor, académico de la Lengua (sillón G), doctorado en derecho, filosofía y letras, crítico literario, presidente del Ateneo de Madrid, entre otros de sus muchos cargos y ocupaciones.

Oleos, grabados, dibujos, carteles, acuarelas, caricaturas de autores renombrados, otros adentrándose ya en la modernidad pictórica o quizá los Goya, Vázquez Zuloaga, Alberti, o de conocidos contemporáneos que nos han visitado en los mensuales “Encuentros Literarios” de nuestra biblioteca, el escritor, pintor, estudioso de la flora, Julio Sanz Saiz, que también enmarca con sus dibujos un tríptico de una carta de Alberti,

Las camas protegidas en sus laterales y cabeceros como las literas de los barcos -quizá sentía mecerse en mares de libros con oleadas del saber-, una cama plegable de madera traída de Francia por uno de los familiares militares para descansar en las campañas bélicas; secreteres italianos rococó y con detalles sobre los tiradores o cerraduras, con rostros o cabezas melenudas de la mitología inca, había también otros más sencillos pero con los mismos intrincados recovecos para guardar los secretos documentos. Fotografías recogiendo gráficamente las amistades ya enumeradas y otras muchas, evidenciando una vida abocada a lo cultural, entorno del que no se desprenderá jamás, lector infatigable, estudioso, escritor, conservador de lo antiguo.

En este segundo piso, está la cocina que en su tiempo poseía una cierta modernidad, con el llar y artilugios para soportar y colgar los enormes pucheros; trébedes, artesas y los espacios para depositar los troncos para atizar la lumbre, donde permanecerían sentados conversando en sobremesa o en lectura caldeada y compartida, acompañados del crepitar del fuego.

Es un mundo de siglos atrás, en la que haría falta otra vida para leer y registrar archivos, ver cada cincelado en piedra o madera, como la enorme cruz que perteneció a un humilladero colgada en la pared de la escalera, trabajada en extremo ese madero oscuro recordando formas religiosas ortodoxas cargada de figuraciones en tallados originales, llena hasta tal punto de información que sería necesario recoger por medio del tacto, lo que la vista no advierte.

Escaleras y piso de tablas primitivas en roble, flexibles, desajustados por los muchos lustros pasados, contraventanas y marcos macizos, vigas elaboradas artesanalmente a base de azuelas, miles de objetos, todos joyas recogidas en el joyero adecuado, la reliquia de esta casona solariega de Tudanca en un lugar casi inexpugnable, donde los inviernos aíslan a sus habitantes o rompe con su crudeza las estrechas carreteras trazadas en garabatos abismales.

Nos pusieron la miel en los labios, todo intocable, todo a la vista, mis ojos ansiaban leer aquellos autores desconocidos allí apilados y colocados. Apuesto que les falta el calor humano advertido en esa colocación fría sin uso, firme e inaccesible como los batallones de soldados a la espera de un desfile militar.

Ha sido un recorrido por la historia de nuestra cultura en reencuentro de hombre y naturaleza, con todo el grupo compartiendo gustos y erizando pieles en ese silencio ensordecedor, rodeados del aire que revuelve pelo y alma, recorriendo aquel lugar empujados por él y bajo el palio natural de aquel cielo azul donde algunas nubes transitaban en un semblante inquieto, en la calma de las antiguas casonas familiares de aquellos vivencias rurales y sencillas.

Creí seguir esperando aún la llegada mis abuelos cargados con mis regalos de reyes, ¡hace tanto tiempo ya!


San Vte. de la Barquera-Tudanca
13 de noviembre de 2010
Ángeles Sánchez Gandarillas ©

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Que pena que no pude ir¡
Es increible la facilidad que tienes para describir y el vocabulario tan rico que utilizas.Te has dado cuenta que tienes un monton de frases que riman .
Besos DOLO