El país se había sumido en la más
grande crisis de su historia. El pueblo entero reventó de asco ante las
mentiras, corrupción y maniobras subterráneas de sus políticos. El hartazgo
popular con su clase dirigente había llegado a tal extremo que, en las últimas
elecciones generales, la abstención ascendió al noventa por ciento. La anarquía
se apoderó de las calles, los políticos eran sacados de sus casas y colgados de
las farolas, y hasta las fuerzas de seguridad se sumaron al movimiento de
limpieza, pues sus miembros no eran ajenos al sentir del resto de la población.
El país fue marginado por la comunidad internacional.
La situación era tan grave que se
hizo preciso tomar medidas radicales y con la máxima urgencia. En pocos días,
todas las fuerzas políticas aprobaron una reforma constitucional sin
precedentes, orientada a recuperar la confianza del electorado. Para ello, se
instauró la pena de muerte sumarísima para todo político que fuera reo de haber
mentido al pueblo en su programa electoral. El peor crimen de un político
consistiría, a partir de aquel momento, en mentir al pueblo que le daba de
comer. En adelante, la palabra del nuevo político sería oro de ley, verdad
indiscutible, garantía de autenticidad. Quien mintiera, pagaría con su vida.
Tan pronto como entró en vigor la
nueva Constitución, se convocaron nuevas elecciones generales y todo el país
pareció recuperar su fe en el sistema y se mostraba ansioso por acudir a las
urnas lo antes posible. Un nuevo aire fresco de esperanza se respiraba a lo
largo y ancho del territorio nacional. El mundo entero seguía con interés el
nuevo giro en la política del país, con su innovadora y prometedora nueva ley
electoral, y todos los gobiernos extranjeros anunciaron que enviarían
observadores para que tomaran buena nota y estudiaran los efectos de tan insólita
iniciativa legislativa.
El primer cambio que dejó atónita
a la comunidad internacional fue que, del amplio abanico de partidos políticos
del país, desde los de extrema izquierda hasta los de extrema derecha, pasando
por todos los colores del arco parlamentario, casi todos anunciaron que se
retiraban, que renunciaban a presentarse a las elecciones y que iniciaban las
medidas oportunas para su disolución. Llegado el momento decisivo, sólo
quedaron dos partidos políticos dispuestos a acudir a las urnas de acuerdo con
las nuevas y drásticas exigencias: el PPV (Partido por la Verdad) y el PST
(Partido Sinceridad y Transparencia).
El día de presentación de los
respectivos programas electorales, una multitud de cadenas de televisión
nacionales y extranjeras apuntaban sus cámaras al escenario del gran Palacio de
Congresos, que ambos partidos, como muestra de su nuevo interés en velar por la
economía, habían decidido compartir el mismo día para reducir los gastos. El
atril para el orador, enmarcado entre
hermosos ramos de flores blancas auguradoras de la pureza de los nuevos
tiempos, bañado por la luz brillante y cegadora de potentes focos, se alzaba hacia
un lado del escenario, cuyo fondo ocupaba casi por entero una gigantesca
pantalla en la que irían apareciendo las propuestas electorales a medida que
las fueran formulando los líderes de los respectivos partidos. La expectación
era infinita. Por primera vez en la historia, sendos discursos electorales iban
a ser hechos con la absoluta garantía de que no mentían, bajo pena de muerte.
Tocó por sorteo que el primero en
hacer su presentación sería el candidato a presidente por parte del Partido por
la Verdad, el PPV. Los aplausos ante su aparición fueron ensordecedores. Nunca
antes había sentido la gente tal empatía. Ante la multitud, se presentaba aquel
hombre cuya integridad y anhelo de servir con la verdad por delante no le
hacían dudar en apostar su propia vida en el empeño. Era la nueva promesa, el
héroe salvador, el mesías que iba a lanzar sobre ellos en unos instantes el maná
de la nueva política. El primer político creíble de la historia del país.
En la pantalla, apareció una
línea anunciando: “Propuesta electoral del PPV. Punto 1: Política fiscal”. El
orador tomó la palabra:
Si nos dais vuestro voto, prometemos que os
vamos a crujir a impuestos. No tan sólo os quitaremos la mitad de lo que ganéis
sino que, además, no podréis comprar ni papel higiénico sin pagar cada vez más
impuestos, y únicamente los bajaremos cinco o seis meses antes de las nuevas
elecciones, para volverlos a subir después, en cuanto nos hayáis reelegido.
El clamor hizo vibrar la propia
estructura del edificio. La gente estaba alborozada ante tanta sinceridad. Se
miraban unos a otros sin dar crédito a lo que estaban oyendo, conscientes de
estar viviendo un momento histórico.
En la pantalla, apareció otra
línea: “Punto 2: Política laboral”.
Si nos dais vuestro voto, prometemos que el
paro subirá en un millón de personas, por lo menos, en la próxima legislatura.
Clamor. El orador aumentó el
volumen de voz:
Prometemos que los sueldos de los
funcionarios y las pensiones bajarán un veinte por ciento, por lo menos.
Clamor. El orador, rojo por la
pasión, llevó su voz a la frontera del grito:
Prometemos que sólo los políticos
mantendremos nuestros aumentos de sueldo por encima del IPC.
El público enloquecía. Los
aplausos obligaban al orador a hacer largas pausas. Jamás una muchedumbre había
sido tan sorprendida por un político tan sincero. La situación adquirió tintes
cuasi evangélicos y se levantaban cánticos de entre la masa pidiéndole,
rogándole, suplicándole, con ojos bañados en lágrimas, que fuera su presidente.
Y así fue desgranando su programa
electoral de quince puntos, uno tras otro, el candidato del PPV, sin ocultar ni
maquillar ninguna de sus intenciones. Y llegó el turno del segundo y único
candidato restante, el candidato del Partido Sinceridad y Transparencia. La
expectación era indescriptible. Después de la franqueza sin límites del orador
precedente, ¿qué más se podía ofrecer? ¿Cómo podría el nuevo orador presentar
un programa más veraz, más transparente, cuando ya se habían alcanzado cotas
tan altas? Cuando apareció el orador del Partido Sinceridad y Transparencia, se
hizo ese silencio grave y expectante que sólo conocen quienes están a punto de asistir
a una ejecución.
En la pantalla, apareció una
línea anunciando: “Propuesta electoral del PST. Punto 1: Política fiscal”.
El orador, con estudiada e
histriónica parsimonia, hizo un gesto a la azafata para que le llenara el vaso
de agua, y lentamente, sorbo a sorbo, lo fue bebiendo mientras se paseaba por
el escenario mirando desafiante a la masa de personas que esperaban anhelantes.
Pasados cinco minutos sin haber pronunciado palabra, en la pantalla apareció
una segunda línea: “Punto 2: Política laboral”. La gente estaba atónita. No se
oía una mosca.
El orador hizo un nuevo gesto a
la azafata para que volviera a llenar el vaso de agua y repitió su
escenificación en otros cinco minutos de mudo paseo y miradas displicentes
desde el escenario. La tensión iba en aumento. La masa humana palpitaba al
unísono como un corazón gigante.
“Punto 3: Política de vivienda”.
Otros cinco minutos de silencio tenso. De vez en cuando, el orador se detenía,
se daba media vuelta con los brazos en jarras, contemplaba unos instantes la
pantalla en blanco y se volvía de nuevo hacia el público con aire triunfante.
“Punto 4: Política sanitaria”… Y
así hasta completar sus quince puntos programáticos en absoluto mutismo. Una
vez concluida su peculiar presentación, hizo una reverencia y se marchó. El
público no acertaba a reaccionar. No se oyó un aplauso ni una queja. La gente
no había sido preparada para una experiencia tan absolutamente fuera de lo
común, y necesitaba tiempo para digerir lo que había pasado.
Llegado el día de las elecciones,
el resultado fue sensacionalmente brillante para uno de los dos partidos y
humillantemente decepcionante para el otro. El PPV, que con tanta elocuencia
había presentado sus argumentos, que con tanta sinceridad había advertido a sus
electores de lo que les esperaba, apenas cosechó un quince por ciento de los
votos. El PST, que no había dicho esta boca es mía, ganó las elecciones con una
aplastante mayoría nunca antes vista en la historia electoral del país.
Los analistas políticos de la
BBC, de la CNN y de todas las cadenas del mundo convinieron en que, de esas
innovadoras elecciones, se desprendía una lección a tener muy en cuenta: que a
los electores no hay que mentirles, cierto; pero tampoco hay que ser tan burro
como para decirles la verdad.
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