A
las cinco de la tarde, como al menos eran antes las corridas de toros, suelo bajar al pueblo y escribir alguna
tontería mientras tomo un descafeinado en el rincón de cualquier cafetería de
las que saben ser atentos con los clientes.
Pero
hoy es lunes. Los lunes, los miembros del Taller de Escritura tenemos cita
en la radio, y hasta después de la
tertulia no acudo al rincón donde escribo las tonterías. Haciendo tiempo caminé hasta la bolera bajo
el peso de una atmósfera sofocante, húmeda
y pesada, cuyo aire parecía estático y comprimido entre el suelo que pisaba y unas
nubes grises que inmóviles sobre el pueblo,
se negaban como tantos otros días, a dejar que el sol sonriera como normalmente suele hacerlo en agosto.
Las
plazas de aparcamiento estaban abarrotadas de vehículos, y una caravana de
coches circulaba calmosamente dando vueltas y más vueltas por los lugares más
céntricos, con la esperanza de que
alguien se moviera, para ocupar su puesto.
Los ángulos que se forman entre el suelo donde
aparcan los coches y las aceras por donde pasea la gente, clamaban sin que
nadie los escuchara, por una escoba sopladora de esas a las que les sobra
fuerza para arrancarles de encima los cientos de colillas que se almacenaban sobre sus costillas.
En
frente, la bajamar se había llevado con
ella el espejo donde se reflejaba el pueblo entero, y en su lugar dejó un montón de botes varados que salpicaron de colores la arena mojada y el lodo.
A
mi izquierda las jóvenes palmas de las palmeras del parque apuntaban al cielo
como en auténtico clamor de esperanzada vida, mientras que las más viejas teñidas de ocre y negro se doblaban sin fuerzas buscando sobre el
suelo en que crecían, el alma caritativa
del jardinero responsable que las
transportara al lugar de un merecido y
eterno descanso.
Gaviotas
blancas y grises que parecían conscientes de ser el objeto principal que con sus cámaras captaban desde el paseo
unos turistas, se mecían coquetas
planeando con esbeltez y elegancia en vuelos rasantes sobre el limo
verdoso de un suelo que despedía olor a salitre…
Cucharillas
de plástico blancas y azules que en días anteriores habían servido para
deleitar el paladar de visitantes con la frescura de un helado recién comprado,
también parecían ser conscientes de no ocupar el lugar que les correspondía dentro de cualquier papelera, y
como avergonzadas trataban de esconderse
entre la hierba mal segada de los jardines.
Y
dejé de mirar los jardines que pudieron ser hermosos si alguien con mirada
medianamente sensible se hubiera ocupado de ellos, y disfruté de la hermosura
natural que tanto la bajamar como la pleamar dejan las aguas del mar dos veces
al día sobre la bellísima bahía de nuestro pueblo, hasta que llegó la hora de
mi cita con la radio.
Hoy leyó Lucía Hevia. Lucía es otra de
nuestras jóvenes promesas, que como joven, escribe sueños de amores y
acongojados desamores, con tal sentimiento y belleza de expresión, que quien
lee una vez sus relatos, los relee de nuevo
para absorber como una esponja la poesía deliciosa que derraman los diecisiete años de una
escritora que nace…
Jesús González ©
1 comentario:
querido Chen, qué manía te va a coger todo el colectivo de parques y jardines de Sanvi y yo sé que lo que te motiva a la crítica es el deseo de verlo bonito. Te gusta la jardinería casi tanto como a mí, que a veces miro desde las ventanas al jardín del cole y me dan ganas de coger la espátula y el caldero y bajar a quitar las malas hierbas que ahogan a los pobres rosales y dejar a la jauría desfogarse el resto de la mañana...
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