-Abuelo, creo yo que estas cosas ya nos las contaste
en algún otro escrito.- Me dirá alguno de mis nietos.
-Puede
que sí, monín. Pero cuando tú eras chiquitín, también me preguntaste muchas
veces la misma cosa, y siempre te respondí como si fuera la primera vez que me
lo preguntabas. Así que ahora escucha, o mejor dicho lee en silencio, que
aunque te lo haya relatado antes, a lo
mejor lo entiendes y comprendes mejor como era nuestra vida cuando yo me
criaba.
La eme con la a, ma. La pe, con
la a, pa. Así aprendí tanto a leer como a escribir, los nombres más entrañables de toda infancia: mamá y papá. Creo que fue
don Manuel Novoa, un maestro gallego, bajo y rechoncho que portaba unas gafitas
de cristales minúsculos y redondos, y que
tenía un semblante y una papada a mitad
de camino entre el Manuel Azaña de aquella época, y el Alfred Hitchcock
que años más tarde nos tuvo intrigados
desde el principio hasta el fin de sus películas. Aunque en mi pueblo decían
que el tal Novoa era políglota, (¡Dios, como me costó aprender la palabreja!), pienso
que no debió ser tanto, teniendo en cuenta que entonces el que sabía hacer la o
con un canuto, era capitán general;
porque la mayoría no sabíamos ni lo que era una “o”, y mucho menos lo que era un canuto, que a lo sumo
llamaríamos un “tubucu”. Pero sí, casi seguro que fue él quien machacó conmigo
sobre el “Catón” y el “Rayas” hasta hacerme conocer cada una de las letras de
nuestro abecedario.
La
escuela donde las aprendí quedó sepultada en su día bajo la flamante Autovía del Cantábrico, a
mitad de camino entre Caviedes y Vallines, y solo quedan de ella viejas
fotografías en poder de algunos vecinos del pueblo, y en el recuerdo de los cada vez menos alumnos que
en ella estudiamos.
Ignoro
la razón por la que también nos dio clase de forma excepcional la señorita
María Luisa Barrón, profesora de las niñas quien pasando el tiempo, y de forma
incomprensible, se convertiría en esposa del
maestro gallego. Lo de forma incomprensible lo digo porque a ella la
recuerdo como mujer atrayente, y a él, si tendría que ponerle un adjetivo,
diría que repelente. Más tarde nos la
dio Ángeles Olmedo, una pizpireta maestra venida de Valladolid, de boca muy
pintada, que remarcaba constantemente con
el lápiz pintalabios el corazón de su labio superior, y luego le repasaba con
la punta de su fina lengua como queriendo reforzar con ello la fijación de
la pintura.
Para
cuando vino la señorita Ángeles, ya había terminado la guerra, ya habían
sustituido el color morado de la bandera
republicana por otro rojo, y habían
colgado en alto, en medio de la pared
que había tras la mesa del maestro, un crucifijo que tenía al lado derecho un gran retrato de Franco con una
capa de cuello de pieles, y al lado izquierdo la foto de José Antonio Primo de
Rivera vestido de falangista. Con tal
motivo la maestra María Luisa, nos enseñó una canción que empezaba diciendo: La cruz en la escuela que hermosa que está,
de allí mano impía la quiso arrancar. ¡Oh, que fecunda luz, da la divina cruz…! Lo
solíamos cantar antes de salir de la clase de las mañanas. Era muy cantarina la señorita
María Luisa; la recuerdo cuando las comuniones, dirigiendo a las
niñas en los primeros bancos de la
iglesia para que acompañaran su voz de vice tiple aflautada entonando “yo
soy felíz, yo soy felíz, yo nada anhelo porque mora en mí, el Rey de tierra
y cielo, ¡Yo soy felíz!”
Todas las mañanas
antes de entrar a clase se izaba la bandera cuyo mástil estaba en la
fachada exterior de la escuela, justo en medio de las aulas de niños y niñas.
Nosotros formábamos columna uno tras otro en el lado derecho de la escalera de
cemento que desde la carretera bajaba hasta el edificio escolar, y en el lado
izquierdo lo hacían las niñas. Con el brazo en alto y la palma de la mano
extendida cantábamos el “Cara al sol”, o el “Viva España, alzar los brazos
hijos del pueblo español…”
Antes
de salir de clase en las tardes, cantábamos la tabla de multiplicar desde el 2
x 1 =2 hasta el 10 x 10 = 100, y lo aprendí tan aprendido, que siempre les dí
la solución a mis nietos antes de que a
ellos les diera tiempo a sacar la
calculadora, que es como hacen ahora las
cuentas.
Los
pupitres sobre los que los maestros nos machacaban los sesos con la intención
de ilustrarnos, debían ser de cuando
reinaba Carolo, y no lo digo tanto por su estilo como por su conservación. En
algún tiempo no cabía duda que fueron barnizados, porque los lugares más protegidos aún conservaban
cierto brillo que lo hacía presumir, pero la tabla inclinada sobre la que
poníamos el cuaderno de caligrafía, estaba escrita con mil nombres y fechas
gravados a punta de navaja, y la estrecha tabla plana de la parte superior
donde había un boquete para meter el tintero, y un rebaje para plumas y lapiceros,
estaba sucia de tinta vieja, de trozos de “pinturines” de todos los colores, y de astillas diminutas de
madera arrancadas de las puntas de los
lápices a base de cuchilla vieja de afeitar, de las que desechaban nuestros
padres.
Había
en los maestros un interés por la caligrafía, que superaba al de la
ortografía. Todas las plumillas eran de punto blando para que los trazos de las
letras fueran estrechos en las subidas y anchos en los descensos, con lo que intentaban que consiguiéramos un tipo tan
perfecto de letra inglesa, como si estuviéramos destinados a ser el día de
mañana los escribamos de un reino.
Papel
no gastábamos mucho. A parte del
cuaderno de caligrafía, estaba “él de limpio”, que era a donde con todo el
primor del mundo pasábamos para que quedara constancia de nuestro saber, todo
lo que el maestro consideraba que debía de quedar. Para el resto de escrituras y de cuentas ahí
estaba la pizarra con sus pizarrines.
Negra como la noche, dentro del
consabido marco de madera, nos mostraba
blancas como la luz del día las letras y los números que con el pizarrín íbamos
escribiendo en su superficie. Cuando se llenaba, un par de escupitajos sobre lo
escrito lo arreglaba todo; sujetábamos luego con cuatro dedos la manga del “babis” el que le tenía, y quien no, la manga de la
camisa sobre la palma de la mano, frotábamos con entusiasmo, y quedaba la
pizarra tan limpia para empezar de nuevo, que parecía que nos la acababa de
comprar nuestra madre en la ferretería de Labrador el último domingo de
mercado.
Lo
mejor de todo eran los recreos. Jugábamos a “la rampla” o al “garbancito”, y si
el tiempo estaba húmedo nos descalzábamos
para hacer “resbalitos” en los lindones de la braña que había entre la
escuela y la carretera. Jugábamos al “guá” con canicas de barro, y al “ruchi” con
las nueces que cogíamos “a calamejazu
limpiu” de los nogales que había en la
braña de la bolera. Y cuando no se nos ocurría otra cosa mejor, los mayores nos
mandaban a los más chicos que le picáramos la oreja a alguno, con lo que se
armaba la marimorena, y nos enzarzábamos cuatro o seis en una pelea de las que
siempre salía alguno con la camisa mucho más rota de cómo la llevaba, y
sangrando por los dientes. Como
consecuencia de ello, el maestro nos mandaba poner juntos y mirando para el
cielo los cinco dedos de la mano izquierda,
y sobre las uñas nos arreaba unos
“regletazos” que nos hacían ver las estrellas, y metíamos los dedos bajo el sobaco derecho como si aquello nos
fuera a mitigar el dolor.
Mientras,
en el portal del otro lado las crías jugaban a “la Tara” saltando a “la pita la
coja” Un, dos, tres. A, e, castillo,
castillo. Eso las chicas, porque
a las mayores la maestra las mandaba
sentarse en unas sillas de paja que tenían las patas muy bajas, les ponía entre
las manos los bastidores, y… ¡A bordar se dijo!
Ya se lo agradecerían el día que fueran muchachas casaderas, y supieran
hacerse los ajuares ellas mismas.
Tras la
escuela todo eran matorrales hasta llegar a la cambera que iba por “Rolaviña” a
Caviedes. Aquello era nuestro retrete, aunque los más pudorosos cruzaban la cambera para meterse entre los
maíces que crecían en las dos tierras que había en Redondo.
Hasta
la fuente de Rolaviña íbamos con el botijo
a buscar el agua para el maestro. No es que a nosotros nos prohibiera el
maestro beber de él, aunque agradecía que no lo hiciéramos porque así no
dejábamos nuestras babas sobre el bocal. Lo que ocurría es que ninguno
queríamos beber desde el día que Novoa mandó ir a la fuente a “Sidro” el de
Vallines, y por el camino, en venganza de los muchos “bardiascazos” que le
llevaba dados en las manos y en la piernas, le meó dentro…
Jesús González ©
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