El “pozu” es como se denomina al mar por aquí, a veces. Así llaman también a las minas en Asturias. En la sección de la seguridad social se señala como “Trabajo Penoso”, igualándolo al de la minería, aún hoy sigue siendo arriesgado y envejece aceleradamente.
Hablaba el otro día con un marinero octogenario, de tiempos en que ese trabajo tenía más esfuerzos y riesgos. Pero es aún la aventura de cada día de embarque en largas temporadas de pesca, inviernos crudos o galernas imprevistas como la del 61; los pronósticos del tiempo en ocasiones yerran y ante la disyuntiva de aprovechar días de trabajo, se hace caso omiso de ellos. En otras ocasiones se ha de capear el temporal en la mar, pues la lejanía a la costa no deja otra opción.
Relacionados siempre con el agua por ser un medio de vida, alimenta a esta población desde tiempos inmemoriales.
Con 11 años o así se enroló este marinero en un barco movido por carbón, humeante chimenea y ruido insistente. Se llamaba "Inmaculado Corazón", de 20 toneladas de color azul añil. Se proveía de carbón en el puerto de Gijón, había pilas enormes de ese mineral en los muelles, algunos de aquellos “proveedores” lo sustraían para venderlo. Se pesaba o valoraba por barcas, tantas barcas a tanto. Llenaban las carboneras –donde actualmente están metidos los depósitos de gasoil- y lo demás, en cubierta. Esto se pasaba a las bodegas a “cestaos” al regreso, quedando almacenado para ir gastando de ese combustible. Ese conglomerado de almacenes o bodegas del puerto se llama “tinglado”.
El último barco de carbón fue el “Dios te salve”, de 50 toneladas de carga o arqueo. Algunos barcos tenían las cubiertas hundidas por la vejez y se denominaba quebranto, cuando estaba abombado se llamaba arrufo; eso quería decir que ya era más viejo que la peña “el Zapato”.
Sus obligaciones dice que eran las siguientes:
-La 1ª tener miedo, la 2ª marearse y la 3ª llorar. También llamar a los tripulantes, o sea, hacer de despertador errante de casa en casa a grito pelado en las madrugadas. “Fulanito, ¡hale!”, era el aviso repetido en esos amaneceres. Limpiar, barrer, baldear, en definitiva “arranchar”, o de ayudante de cocina fregando o pelando patatas para la marmita. Esta era la repetida comida a bordo con el pescado recién obtenido; gracias al movimiento del barco adquiere un espesor y sabor diferente, jamás podría igualarlo ni siquiera el mejor cocinero terrestre
-De aquella llevaba una ropa con tantos remiendos que no sé si habría algún pedazo de la prenda original. Sonreía al contarlo.
-A los grumetes se nos llamaba “chaval”.
-Comprábamos los “víveres”, los encargos desde las bodegas, sí, muchas cosas…
-Íbamos a la mar hasta los domingos. Éramos cuatro hermanos de aquella y me correspondía hacer el obligatorio trabajo de ayudar a conseguir alimentos y algo de dinero. Íbamos a bonito con singladuras de 5 ó 6 días, menos mal que estaba la pesca más cercana a la costa que ahora, pues el barco era de pequeñas dimensiones. “Andábamos” a la sardina, bocarte o merluza con dos días a bordo, chicharro, sobre todo del blanco, la escopeta, el de ollao o alguna de las cien especies de esa raza. Se apreciaban poco los pulpos o el pez raya. -dice con un guiño que la raya es el pez más fácil de dibujar-.
-Comentó con ojos brillantes y con cierta tristeza-: Era más abundante la pesca.
-Cargábamos entre dos tripulantes cestos de pescado de unos 50 kilos, desde el barco hasta la venta, llegábamos con la lengua afuera. Los de sardina o bocarte eran de 15 kilos, para evitar aplastarlos porque eran más delicados. Los bonitos, los pasábamos de uno en uno en cadena. La pesca también se sacaba del barco con una grúa de manivela a fuerza manual; ésta servía igualmente para sacar la caldera, con tres hombres o así por cada lado, sudábamos como para llenar otro mar. Era el remate de los días de trabajo, acabábamos agotados o extenuados, no sé.
Otro marinero comentó algo sobre una grúa llamada “Shigri Cabrio”, utilizada para subir los barcos por la “rampla” al “carro”, tiraban hasta cinco hombres en cada lado de las manivelas. Lo hacían a relevos, tardaban dos horas o más para subir la embarcación, dependiendo del peso. Una vez fuera del agua, se reparaban, limpiaban o pintaban.
-Para bajar era otra cosa -sonreía-, bajaba a “toda leche”, teníamos que frenarle porque si no, llegaba con el impulso hasta la playa del Rosal, -se ríe a carcajadas- o hasta los mismos pinares en seco. Bramidos y gritos de ánimo para subir o bajar… Y maldiciones en racimos, que a veces enrojecerían hasta el mismo demonio.
-Recuerdo que en las temporadas invernales de temporales y marejadas de oleajes increíbles, quedábamos en puerto, cosiendo redes, reparando, preparando anzuelos y manteniendo la embarcación; también se cultivaban huertas en aquellas “hazas” que cedió el ayuntamiento en Villegas.
-Yo iba a la ría a muergos, almejas, calamares, jibias, lenguados, lubinas u otros “pezucos”. Usaba sedales de crin de caballo para pescar a caña o con aparejo, apreciábamos más las del macho porque estaban más limpias. Con eso y lo cultivado, pasábamos aquellas “invernás”. ¡Cómo cambió todo de entonces!... De aquella me operaron una pierna a “cara dura” de crío, allá en el hospital Valdecilla.
Me enseñó una cicatriz impresionante. Se aprecian otras en sus manos, brazos y en la cara, de anzuelos enganchados, cortadas de los sedales tirantes y de cuchillos, pues el zarandeo de los barcos hacía mover la hoja afilada. Tienen desgarros en la piel por dentelladas de congrios o al sacar los anzuelos de las bocas de las merluzas de dientes afiladísimos y repartidos en hileras. Aún hoy, este pescador lleva las manos engrasadas y oscuras de ayudar a reparar el motor del barco familiar. Están deformadas de los trabajos acumulados.
Hay mil palabras de su particular idioma marinero, por ejemplo las “chadangadas” –una gran pesca embolsada en la red, viene del nombre de la vara para sujetarla-; el “gorri” -de gorrino-, es un surtido de peces estropeados, descuidados y poco valiosos; cuando la pesca era poco valorada o muy abundante, se conseguían precios irrisorios y se denominaba “pa guano” o abono, utilizado para los cultivos o convertido en las factorías, en harinas o piensos.
Las medidas tiene también nombres diferentes, se mide por brazas (metro ochenta), millas, las redes por “pañadas” o a tiro de piedra que ese es más complicado de definir porque según quien la tire, desde donde y con qué fuerza.
Los ojos de los marineros jubilados tienen en su brillo, un mirar alejado, paseando solos con esa mirada incansable mirando al horizonte, siempre esperando, siempre añorando, recuerdos de 15.000 días de mar, incluida la milicia en la Marina.
La mar, nuestro mar, sustento, peligro y belleza.
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
Hablaba el otro día con un marinero octogenario, de tiempos en que ese trabajo tenía más esfuerzos y riesgos. Pero es aún la aventura de cada día de embarque en largas temporadas de pesca, inviernos crudos o galernas imprevistas como la del 61; los pronósticos del tiempo en ocasiones yerran y ante la disyuntiva de aprovechar días de trabajo, se hace caso omiso de ellos. En otras ocasiones se ha de capear el temporal en la mar, pues la lejanía a la costa no deja otra opción.
Relacionados siempre con el agua por ser un medio de vida, alimenta a esta población desde tiempos inmemoriales.
Con 11 años o así se enroló este marinero en un barco movido por carbón, humeante chimenea y ruido insistente. Se llamaba "Inmaculado Corazón", de 20 toneladas de color azul añil. Se proveía de carbón en el puerto de Gijón, había pilas enormes de ese mineral en los muelles, algunos de aquellos “proveedores” lo sustraían para venderlo. Se pesaba o valoraba por barcas, tantas barcas a tanto. Llenaban las carboneras –donde actualmente están metidos los depósitos de gasoil- y lo demás, en cubierta. Esto se pasaba a las bodegas a “cestaos” al regreso, quedando almacenado para ir gastando de ese combustible. Ese conglomerado de almacenes o bodegas del puerto se llama “tinglado”.
El último barco de carbón fue el “Dios te salve”, de 50 toneladas de carga o arqueo. Algunos barcos tenían las cubiertas hundidas por la vejez y se denominaba quebranto, cuando estaba abombado se llamaba arrufo; eso quería decir que ya era más viejo que la peña “el Zapato”.
Sus obligaciones dice que eran las siguientes:
-La 1ª tener miedo, la 2ª marearse y la 3ª llorar. También llamar a los tripulantes, o sea, hacer de despertador errante de casa en casa a grito pelado en las madrugadas. “Fulanito, ¡hale!”, era el aviso repetido en esos amaneceres. Limpiar, barrer, baldear, en definitiva “arranchar”, o de ayudante de cocina fregando o pelando patatas para la marmita. Esta era la repetida comida a bordo con el pescado recién obtenido; gracias al movimiento del barco adquiere un espesor y sabor diferente, jamás podría igualarlo ni siquiera el mejor cocinero terrestre
-De aquella llevaba una ropa con tantos remiendos que no sé si habría algún pedazo de la prenda original. Sonreía al contarlo.
-A los grumetes se nos llamaba “chaval”.
-Comprábamos los “víveres”, los encargos desde las bodegas, sí, muchas cosas…
-Íbamos a la mar hasta los domingos. Éramos cuatro hermanos de aquella y me correspondía hacer el obligatorio trabajo de ayudar a conseguir alimentos y algo de dinero. Íbamos a bonito con singladuras de 5 ó 6 días, menos mal que estaba la pesca más cercana a la costa que ahora, pues el barco era de pequeñas dimensiones. “Andábamos” a la sardina, bocarte o merluza con dos días a bordo, chicharro, sobre todo del blanco, la escopeta, el de ollao o alguna de las cien especies de esa raza. Se apreciaban poco los pulpos o el pez raya. -dice con un guiño que la raya es el pez más fácil de dibujar-.
-Comentó con ojos brillantes y con cierta tristeza-: Era más abundante la pesca.
-Cargábamos entre dos tripulantes cestos de pescado de unos 50 kilos, desde el barco hasta la venta, llegábamos con la lengua afuera. Los de sardina o bocarte eran de 15 kilos, para evitar aplastarlos porque eran más delicados. Los bonitos, los pasábamos de uno en uno en cadena. La pesca también se sacaba del barco con una grúa de manivela a fuerza manual; ésta servía igualmente para sacar la caldera, con tres hombres o así por cada lado, sudábamos como para llenar otro mar. Era el remate de los días de trabajo, acabábamos agotados o extenuados, no sé.
Otro marinero comentó algo sobre una grúa llamada “Shigri Cabrio”, utilizada para subir los barcos por la “rampla” al “carro”, tiraban hasta cinco hombres en cada lado de las manivelas. Lo hacían a relevos, tardaban dos horas o más para subir la embarcación, dependiendo del peso. Una vez fuera del agua, se reparaban, limpiaban o pintaban.
-Para bajar era otra cosa -sonreía-, bajaba a “toda leche”, teníamos que frenarle porque si no, llegaba con el impulso hasta la playa del Rosal, -se ríe a carcajadas- o hasta los mismos pinares en seco. Bramidos y gritos de ánimo para subir o bajar… Y maldiciones en racimos, que a veces enrojecerían hasta el mismo demonio.
-Recuerdo que en las temporadas invernales de temporales y marejadas de oleajes increíbles, quedábamos en puerto, cosiendo redes, reparando, preparando anzuelos y manteniendo la embarcación; también se cultivaban huertas en aquellas “hazas” que cedió el ayuntamiento en Villegas.
-Yo iba a la ría a muergos, almejas, calamares, jibias, lenguados, lubinas u otros “pezucos”. Usaba sedales de crin de caballo para pescar a caña o con aparejo, apreciábamos más las del macho porque estaban más limpias. Con eso y lo cultivado, pasábamos aquellas “invernás”. ¡Cómo cambió todo de entonces!... De aquella me operaron una pierna a “cara dura” de crío, allá en el hospital Valdecilla.
Me enseñó una cicatriz impresionante. Se aprecian otras en sus manos, brazos y en la cara, de anzuelos enganchados, cortadas de los sedales tirantes y de cuchillos, pues el zarandeo de los barcos hacía mover la hoja afilada. Tienen desgarros en la piel por dentelladas de congrios o al sacar los anzuelos de las bocas de las merluzas de dientes afiladísimos y repartidos en hileras. Aún hoy, este pescador lleva las manos engrasadas y oscuras de ayudar a reparar el motor del barco familiar. Están deformadas de los trabajos acumulados.
Hay mil palabras de su particular idioma marinero, por ejemplo las “chadangadas” –una gran pesca embolsada en la red, viene del nombre de la vara para sujetarla-; el “gorri” -de gorrino-, es un surtido de peces estropeados, descuidados y poco valiosos; cuando la pesca era poco valorada o muy abundante, se conseguían precios irrisorios y se denominaba “pa guano” o abono, utilizado para los cultivos o convertido en las factorías, en harinas o piensos.
Las medidas tiene también nombres diferentes, se mide por brazas (metro ochenta), millas, las redes por “pañadas” o a tiro de piedra que ese es más complicado de definir porque según quien la tire, desde donde y con qué fuerza.
Los ojos de los marineros jubilados tienen en su brillo, un mirar alejado, paseando solos con esa mirada incansable mirando al horizonte, siempre esperando, siempre añorando, recuerdos de 15.000 días de mar, incluida la milicia en la Marina.
La mar, nuestro mar, sustento, peligro y belleza.
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
3 de diciembre de 2010
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