Dedicado a mis sobrinos Kris y Maxi..
Se celebraría esa mañana una boda especial y en la casa se preparaban todos con esmero. La niña que tendría unos seis años estaba preciosa pues iba a llevar las arras, con una vestimenta de gala, impecable con los lazos, zapatitos, unos calcetines artesanales tejidos por su madre con dibujos encalados casi principescos, la chaquetilla recortada en blondas que contrastaban con los demás colores, perfecta complementada con el cesto donde reposarían las monedas de los esponsales, sostenido con delicadeza por la obediente niña.
Su madre la miró repetidamente para ver si toda la ropa y niña estaban bien conjuntadas.
-¡Estás guapísima!
El hermanito esperaba su turno. Por ser más inquieto y pequeño, le arreglarían lo más cercano posible a la partida hasta la ceremonia. Su felicidad era jugar, moverse, experimentar sin temor, siempre sorprendiendo la tranquilidad de todos. Eso que cuentan en las películas, los libros o en las historietas, quedaba chico comparado con las aventuras de esta criatura. Miraba absorto y quieto por una vez en la vida, a su hermanita toda engalanada.
Terminaron de vestirle y aparte de molestarle todo aquella parafernalia que le habían puesto, pareció estar conforme con su aspecto, tan elegante casi como la hermana.
Su padre sonriendo al ver que el chiquillo se encontraba algo incomodo; se dirigió a él con su voz potente que parece salirle desde más allá del alma.
-Oye, ¡mira que estás guapo hoy, a ver lo que duras!, -riéndose con picardía a escondidas del niño, pues sino ponía seriedad era posible que el crío se fuera a jugar como de costumbre.
Partieron en el coche hasta la capilla y al llegar todos giraron sus cabezas para ver a los niños, además, eran los más pequeños del acontecimiento y por tanto agasajados de continuo, hoy por supuesto, con más razón, pudiendo hacerles halagos y caricias, sobre todo al niño que estaba muy tranquilo.
-¡Qué preciosa estás, pareces una princesa!
Esta frase la repitieron todos los familiares incansablemente, todo el tiempo. Su hermano observaba. A él tan solo le decían cosas parecidas a esta.
-¡Estás elegante hoy ¿eh?!
-¡No pareces tú de lo guapísimo que estás!
El niño estaba serio, callado e increíblemente quieto, miraba a todos con sus ojos grandes, en ese momento aún más abiertos, luego se miraba a si mismo y después a su hermana a la que llamaban hoy princesa. En ese momento se acercaba el coche de los novios; viendo que todo el mundo bajaba la voz él tomo la palabra imitando la voz de su padre forzándola para cambiar su vocecita de niño:
-Ya vale ¿eh?, ¡estoy harto! Yo también quiero ser un “principeso”
Esta frase dejó de lado cualquier otra cosa en ese momento, las risas ante aquella ocurrencia infantil se extendieron como la pólvora y duraron tanto, que todavía hoy en cualquier celebración sale a colación. Durante la ceremonia y el resto de la tarde, estuvo sin parar un instante, había olvidado aquellas palabras tan rápido como las dijo.
Hoy en día, sigue siendo ocurrente y adelantado un poco a la edad que le corresponde. Ambos crecieron llenando la casa de travesuras que de aquella fueron hasta preocupantes, aún hoy algunas de esas anécdotas incluso peligrosas, ponen a veces los vellos de punta y otras más simpáticas que dejan buen sabor de boca.
En fin, todos los niños tienen su propio anecdotario, sería bueno reunirse a recordarlos en familia y es posible que consiguiéramos llenar un libro. Esa época es donde padres e hijos disfrutan de cada instante, ellos experimentan y aún se dejan enseñar por nosotros adultos amontonados, por el intento de enseñarles a vivir.
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
26 de noviembre de 2010
Se celebraría esa mañana una boda especial y en la casa se preparaban todos con esmero. La niña que tendría unos seis años estaba preciosa pues iba a llevar las arras, con una vestimenta de gala, impecable con los lazos, zapatitos, unos calcetines artesanales tejidos por su madre con dibujos encalados casi principescos, la chaquetilla recortada en blondas que contrastaban con los demás colores, perfecta complementada con el cesto donde reposarían las monedas de los esponsales, sostenido con delicadeza por la obediente niña.
Su madre la miró repetidamente para ver si toda la ropa y niña estaban bien conjuntadas.
-¡Estás guapísima!
El hermanito esperaba su turno. Por ser más inquieto y pequeño, le arreglarían lo más cercano posible a la partida hasta la ceremonia. Su felicidad era jugar, moverse, experimentar sin temor, siempre sorprendiendo la tranquilidad de todos. Eso que cuentan en las películas, los libros o en las historietas, quedaba chico comparado con las aventuras de esta criatura. Miraba absorto y quieto por una vez en la vida, a su hermanita toda engalanada.
Terminaron de vestirle y aparte de molestarle todo aquella parafernalia que le habían puesto, pareció estar conforme con su aspecto, tan elegante casi como la hermana.
Su padre sonriendo al ver que el chiquillo se encontraba algo incomodo; se dirigió a él con su voz potente que parece salirle desde más allá del alma.
-Oye, ¡mira que estás guapo hoy, a ver lo que duras!, -riéndose con picardía a escondidas del niño, pues sino ponía seriedad era posible que el crío se fuera a jugar como de costumbre.
Partieron en el coche hasta la capilla y al llegar todos giraron sus cabezas para ver a los niños, además, eran los más pequeños del acontecimiento y por tanto agasajados de continuo, hoy por supuesto, con más razón, pudiendo hacerles halagos y caricias, sobre todo al niño que estaba muy tranquilo.
-¡Qué preciosa estás, pareces una princesa!
Esta frase la repitieron todos los familiares incansablemente, todo el tiempo. Su hermano observaba. A él tan solo le decían cosas parecidas a esta.
-¡Estás elegante hoy ¿eh?!
-¡No pareces tú de lo guapísimo que estás!
El niño estaba serio, callado e increíblemente quieto, miraba a todos con sus ojos grandes, en ese momento aún más abiertos, luego se miraba a si mismo y después a su hermana a la que llamaban hoy princesa. En ese momento se acercaba el coche de los novios; viendo que todo el mundo bajaba la voz él tomo la palabra imitando la voz de su padre forzándola para cambiar su vocecita de niño:
-Ya vale ¿eh?, ¡estoy harto! Yo también quiero ser un “principeso”
Esta frase dejó de lado cualquier otra cosa en ese momento, las risas ante aquella ocurrencia infantil se extendieron como la pólvora y duraron tanto, que todavía hoy en cualquier celebración sale a colación. Durante la ceremonia y el resto de la tarde, estuvo sin parar un instante, había olvidado aquellas palabras tan rápido como las dijo.
Hoy en día, sigue siendo ocurrente y adelantado un poco a la edad que le corresponde. Ambos crecieron llenando la casa de travesuras que de aquella fueron hasta preocupantes, aún hoy algunas de esas anécdotas incluso peligrosas, ponen a veces los vellos de punta y otras más simpáticas que dejan buen sabor de boca.
En fin, todos los niños tienen su propio anecdotario, sería bueno reunirse a recordarlos en familia y es posible que consiguiéramos llenar un libro. Esa época es donde padres e hijos disfrutan de cada instante, ellos experimentan y aún se dejan enseñar por nosotros adultos amontonados, por el intento de enseñarles a vivir.
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
26 de noviembre de 2010
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