martes, 2 de noviembre de 2010

ROVACIAS, LA COTERUCA Y CASTILLOS EN EL AIRE.‏


Una vez acabamos el trámite que nos trajo a Comillas, subimos por una pequeña cuesta. Está rodeada por un bosque añoso, el olor a humedad se hace más patente a medida que encaminas los pasos adentrándote y subiendo, cercada esta calzada de una sola dirección, por muros, los de la derecha miran a esa especie de parque, son más altos; pero advierto que no está abandonado, se nota el cuidado de manos especializadas, tan solo es un trozo campando por sus respetos, enmarañado y casi salvaje, dando a ese entorno de jardín, lo justo de cuento de hadas.

Hay en estos parapetos que dan a la costa, una peculiaridad. Están protegidos por tejas a un agua, colocadas en dirección norte, protegen de la lluvia y proporcionan a esas paredes cierta originalidad. Son de tipo colonial, aún persisten colocadas en los tejados de algunas casonas de los indianos, construidas al regreso, a sus poblaciones de nacimiento.

Son planas, rectangulares, con ranuras en los lados para ajustar unas sobre otras, algunas lisas más modernas, pues han tenido que reponer, ya que se llevan las antiguas. Tienen un dibujo en medio de forma triangular alargado, crea a su vez dos canalillos. Por ahí resbalan en su caída, las precipitaciones. El tacto es suave, de aspecto bruñido, a pesar del paso del tiempo y la humedad, están ennegrecidas, cubiertas en tramos de musgos, helechos o hierbas, atrapadas por las ramas de los árboles que rodean el entorno, perdura ese contacto delicado, el mismo que en la cerámica. No deja de ser sorprendente.

A medida que llegamos a lo alto, aparecen paisajes costeros y arbóreos, tanta es la espesura que solo se distingue la carretera por el paso de coches en un pequeño tramo, incluso el ruido que producen queda silenciado. Veo pequeñas almenas que circundan la orilla del mar, contra la carretera comarcal y costera, el camping solitario y sus parcelas cuidadas, la parte de atrás de una casona torre donde vivió un militar hace unos 70 años; tiene un mirador tan cerca de la mar, que el oleaje de hoy, entra salpicándolo, es posible que en grandes marejadas lleguen a la misma casa; produce la sensación de necesitar abrigo, al pensar en los duros inviernos de mares revueltas, el ruido, la humedad, frío, solitario. Estremece con el temporal de hoy.

Salpicado de pinares centenarios, que según comenta mi amiga, son de la especie “arizónica”, están descarnados asomando sus raíces, recorriendo grandes distancias para buscar su alimento y sujetarse, pues están sobre poca tierra y piedra; sus troncos de dividen en ramajes nervosos, pelados en algunas partes, algunos están asaltados por enredaderas rollizas y avariciosas de su savia vital, rodeándolas en abrazos mortales, caricias apretadas donde morirán ambos. Las copas están a una altura desnucadora, en su mayoría ralas, envejecidas, cansadas. Adoptan las figuras grotescas definidas en los cuentos infantiles, bosques encantados, temibles o maravillosos, troncos de metros de diámetro, serpenteantes y a la vez, separados, abriéndose en diversos brazos. Quizá clamen a los cielos el alimento.

Advertimos en el jardín una razón estética y cuidada, con enredaderas rojas otoñales, pegadas a las paredes de lo que parece una casita para niñas, asomadas a su cristalera, cortinajes y lámparas de un interior acogedor; tras ella se ve otra mucho más grande, abocada su entrada al jardín, rodeada de una barandilla de ladrillos macizos, parece reproducir la parte de abajo del acueducto segoviano. Un lugar para noches de luna, quizá sedantes, románticas, o simplemente apoyados sobre ellos, mirando en otoños como el de hoy mismo, la caída de las hojas y el llegar de mares revueltas.

Tropezamos con un señor paseando y por supuesto preguntamos la razón del muro entejado.

-¡Buenas tardes!

-¡Hola!

- Pues veréis, lo conozco así de siempre, ahora está más bajo, por las continuas reparaciones en la carretera. Cada vez sube más arriba. De antes tenía troneras, por donde dicen, se defendían de los ataques enemigos. Esta propiedad no se de quien pudo ser, ahora está habitada; cambian cada poco el diseño del jardín. Tiene un montón de metros cuadrados, para perderse ahí dentro.

Llegamos a la entrada del otro cercado, tras pasar por una casona con un gran escudo en la pared, hacia la calzada, era la parte más alta de aquel entorno.

-¡Qué bonito es esto!, ¿qué había aquí?

-Pues era una propiedad también, grande, muy grande, una residencia o algo así, sólo conservan la entrada en piedra. Ahí arriba en la colina, está La Coteruca, es como un castillo medieval, pero me gusta más la puerta de la casa Moro, “redondeaduca” y con tres puertas, una para los coches, otra para la gente y otra para los pájaros, aquí la llaman así. “La de los pájaros”, la hizo Gaudí. Sonríe picaronamente.

-¡Ya ves tú!, los pajarucos pasan por donde quieren, estos arquitectos son raros.

Es cierto, allí quedó la marquesina con dos torretas custodiándola, pareciendo piezas de ajedrez, una con forma de torre y la otra de alfil. Da paso a un ajardinado paseo y columpios públicos. Aparecen por terminar sus caminos, están en tierra o cubiertos de grava, parapetados por tablones que dan al entorno una cierta calidez. Se extiende hasta un bosque cercano y bajando, llega hasta la carretera, escondida a la vista desde este alto.

Hay un mirador en piedra, simulando olas suaves, con banco del mismo material, soportado en el aire y de espaldas al mar, está recubierto por un arco y en el suelo empedrado, queda dibujada la rosa de los vientos. A fe que es un lugar bucólico, a pesar de quedar sentados mirando a las urbanizaciones modernas frente a él. El aspecto “gaudiano” del diseño, es igual al bajar las escaleras de tierra, soportada por vigas desechadas de la vía del tren, mirando desde abajo, nos deriva a ensoñar con los cuentos de Gulliver, se asemeja a un cesto con asa pétrea.

-Pues veréis, estuve 30 años en el extranjero, casi no conozco a nadie, ¿de dónde sois?

-De Madrid y San Vicente.

-¡Ah, allí tengo mucha familia, yo soy Cortabitarte, de los panaderos de aquí!

Después de un rato, se despidió de nosotras, y quedamos con la sonrisa puesta.

Vimos un quiosco o pabellón redondeado, en forja, también con el estilo del diseñador y arquitecto Gaudí, es posible que con el tiempo, se vea rodeado de alguna planta enredadera o similar. Es un bordado en el aire, con un banco en el interior, cuelgan cadenas oscilantes y ruidosas. Ahora se le cuelan ráfagas de aire marino, producen silbidos. Está sin concluir, pero tiene las plantas y flores en orden, cuidadas, el prado da fondo a ese cuadro entre la tierra y el mar. Palmeras ornamentales, madroños, espadañas, acebos, cactus, el bosque aportando el color del otoño, volveremos a ese lugar dominador del entorno.

Vemos toda Comillas, hasta hartarnos de vistas naturales, de historia y de su aire, un paquete de recuerdos para mi amiga, que quiere que su alma se funda en ellos, integrarse en los verdes y grises, en el ruido del mar, volar desde aquella altura que domina y que deja el horizonte a un paso.

Sigue pensando, que este lugar es el mejor para vivir, a pesar de los inconvenientes “relativos”, ella los minimiza porque en su ciudad, se tarda bastante más en llegar a cualquier sitio.

Mientras, la mar nos envuelve en ese sonido ininterrumpido, acunando el espíritu.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera-Comillas
Octubre de 2010

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