Se acercan las Navidades, y ya resplandecen los escaparates. Estuvimos el jueves pasado en Torrelavega, y las grandes superficies estaban abarrotadas de productos tentadores. Tan tentadores, que sin pretenderlo, casi sin darse uno cuenta, compraste algo que no estaba previsto, y si no estaba previsto fue porque tampoco era necesario. Pero lo compraste. Los colores llamativos de su envoltura, el lugar justo, justo al alcance de la mano donde estaba colocado… Lo compraste. Mejor dicho, lo compramos.
Después me fijé en los carros de la gente para comprobar si así, a primera vista, se notaba la crisis. La verdad es que no, que no la noté. La mayor parte de ellos, más que carros eran carrozadas, que deslumbraban con los destellos de sus envolturas de aluminio de mil colores con ribetes plateados. Cajas con botellas de vino y botellas de espumosos con el cuello dorado… No, no se notaba la crisis. Entonces pensé lo mismo que pienso cuando en televisión aparece un campo de futbol abarrotado de hinchas, o un estadio a reventar de juventud entusiasta del cantante de de moda. Ante este panorama, muchos suelen comentar: “Luego dicen que no hay dinero”. Para mis adentros pienso y me digo que allí están los que lo tienen. Los que no lo tienen están en casa, y a esos no los vemos.
Con nuestro carro en la cola para pagar en caja, yo seguía mirando los carros del vecino tratando de calcular así, de forma superficial, cuantas de aquellas cosas compradas podían ser necesarias y cuantas puro capricho, cuando advertí que justo delante de mí había una mujer sin carro y con un niño en los brazos. Salía sin compra. Pero no, enseguida vi que depositó un solo yogur ante la cajera, y abriendo el puño que llevaba cerrado depositó en manos de ella el importe íntegro en monedas de uno y dos céntimos.
Miré a la mujer que me pareció extranjera. Además de extranjera me pareció gitana. Luego miré a la cajera que terminaba de contar céntimo a céntimo lo pagado, y la cajera me miró. En aquél momento descubrí algo mucho más triste que la crisis, descubrí el hambre. Estuve seguro que la mujer acababa de gastar todo cuanto tenía para comprarle un yogur a la criatura que llevaba en brazos, pero yo no hice otra cosa que pagar el importe de mi carro. De repente me sentí mal, y corrí a la calle tratando de encontrar a la mujer sin saber muy bien para qué, pero ya no la vi. No se. Le hubiera comprado más yogures para el niño y para ella, pero no la vi. O le hubiera dado una limosna quizás más espléndida que de costumbre, porque me impactó ver el hambre silenciosa junto a mí. Durante el día entero me acompañó su imagen, pensé lo injusta que es la vida, y pensé sobremanera lo poco que hacemos todos, yo por lo menos, porque esta sea mejor con los más necesitados.
Jesús González González ©
25 Noviembre 2010
Después me fijé en los carros de la gente para comprobar si así, a primera vista, se notaba la crisis. La verdad es que no, que no la noté. La mayor parte de ellos, más que carros eran carrozadas, que deslumbraban con los destellos de sus envolturas de aluminio de mil colores con ribetes plateados. Cajas con botellas de vino y botellas de espumosos con el cuello dorado… No, no se notaba la crisis. Entonces pensé lo mismo que pienso cuando en televisión aparece un campo de futbol abarrotado de hinchas, o un estadio a reventar de juventud entusiasta del cantante de de moda. Ante este panorama, muchos suelen comentar: “Luego dicen que no hay dinero”. Para mis adentros pienso y me digo que allí están los que lo tienen. Los que no lo tienen están en casa, y a esos no los vemos.
Con nuestro carro en la cola para pagar en caja, yo seguía mirando los carros del vecino tratando de calcular así, de forma superficial, cuantas de aquellas cosas compradas podían ser necesarias y cuantas puro capricho, cuando advertí que justo delante de mí había una mujer sin carro y con un niño en los brazos. Salía sin compra. Pero no, enseguida vi que depositó un solo yogur ante la cajera, y abriendo el puño que llevaba cerrado depositó en manos de ella el importe íntegro en monedas de uno y dos céntimos.
Miré a la mujer que me pareció extranjera. Además de extranjera me pareció gitana. Luego miré a la cajera que terminaba de contar céntimo a céntimo lo pagado, y la cajera me miró. En aquél momento descubrí algo mucho más triste que la crisis, descubrí el hambre. Estuve seguro que la mujer acababa de gastar todo cuanto tenía para comprarle un yogur a la criatura que llevaba en brazos, pero yo no hice otra cosa que pagar el importe de mi carro. De repente me sentí mal, y corrí a la calle tratando de encontrar a la mujer sin saber muy bien para qué, pero ya no la vi. No se. Le hubiera comprado más yogures para el niño y para ella, pero no la vi. O le hubiera dado una limosna quizás más espléndida que de costumbre, porque me impactó ver el hambre silenciosa junto a mí. Durante el día entero me acompañó su imagen, pensé lo injusta que es la vida, y pensé sobremanera lo poco que hacemos todos, yo por lo menos, porque esta sea mejor con los más necesitados.
Jesús González González ©
25 Noviembre 2010
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